Por varias noches la misma pesadilla persiguió a Caty. Soñaba que se transformaba en un gusano gordo y viscoso. Luchaba por mantenerse a salvo de un ave negra que entraba por la ventana de su habitación y que quería devorarla. A ella se le dificultaba arrastrarse hacia un lugar seguro y sentía que la vida se le iba.
Pronto el ave desistía, agitaba las alas tan fuerte que al salir por la ventana hacía retumbar el cristal. Caty volvía a su estado natural. Al amanecer, despertaba bañada en sudor, pegajosa. Sentía el paladar arenoso y percibía un olor agridulce en su ropa. Estaba tirada en algún rincón del cuarto y notablemente agitada. Corría al baño a vomitar un líquido entre verde y amarillo que dejaba sabor de ajenjo. Después entraba en la regadera y tallaba su cuerpo muchas veces hasta sentirse otra vez limpia.
En uno de esos sueños, el ave estuvo a punto de atraparla cerca del baño. Caty despertó más asustada. Esa mañana no hubo rito de limpieza. Después de vestirse, salió rápido de casa sin que su madre se diera cuenta. Su objetivo era llegar al parque donde se refugiaba después de ir a la escuela para no llegar a casa temprano. Ahí leía los libros que sacaba de la biblioteca y después escribía hasta encontrar valor para regresar al encierro.
Mientras se dirigía a su sitio seguro, vio que su madre se aproximaba, con la cara endurecida y a paso veloz. Caty sabía que estaba furiosa por salir sin avisarle. Le retumbaba en la cabeza el canto de cada día: “No tienes remedio, no tienes remedio”.
La joven relacionaba los remedios con las enfermedades: si ella no tenía lo primero entonces estaba irremediablemente enferma, pero aún no sabía de qué. Quizá realmente se convertía en una especie viscosa que terminaría aplastada o digerida por un ave. Era probable que su madre lo supiera y por eso sólo le permitía salir para ir a la escuela.
Desde que quedaron solas en casa, la madre de Caty se volvió malhumorada y le recordaba a su hija cuánto sacrificio le implicaba mantenerla cada vez que hacía una petición para la escuela o para ella misma. Si la llegaba a encontrar husmeando en el estudio que era de papá y al que nadie tenía derecho de entrar, el desenlace era una golpiza.
Mucho más si la encontraba leyendo libros de aventura o novelas, y no los textos escolares y que estaba obligada a memorizar.
Caty esperó escondida mientras su madre se alejaba. Poco a poco, así con el aire que hacía volar algunas hojas caídas de los árboles, llegó la calma y desapareció el sobresalto, entonces se acercó a la banca de siempre, en donde encontró una revista abandonada. La tomó y echó un vistazo al contenido. A ella no le gustaba ese tipo de lectura porque contenía demasiada “realidad”, una palabra que odiaba por ser la favorita de mamá. Sin embargo, aquel montón de papel impreso llamó su atención, así que se acomodó dispuesta a burlarse un poco de lo que la “gente normal”, como decía su madre, hacía o decía.
Por la extraña enfermedad del “hombre-árbol”, médicos del Hospital Universitario de Daca atienden a Abial Bajan, quien desde hace diez años comenzó a llenarse de verrugas que con los años crecieron hasta convertir sus extremidades en malformaciones semejantes a las ramas de un árbol...
Caty sintió que el viento arreciaba por un instante y se estremeció. Se rascó los brazos y la cara. Luego le dio la impresión de que alguien la observaba con insistencia, pero no quiso levantar la mirada. Continuó su lectura y encontró otro caso:
Una niña de 11 años llamada Sohi Collen quien padece la enfermedad llamada epidermólisis bullosa (EB), es aquejada por el dolor intenso que le provoca este mal genético también conocido como piel de cristal, el cual hace que con el mínimo roce se rasgue la piel y le salgan ampollas gruesas y de una consistencia babosa que se van uniendo una con otra, lo cual también afecta su piel interna...
Como aquella mirada no la dejaba concentrarse totalmente en la lectura que ya le había provocado comezón también en las piernas, decidió levantarse para saber quién la veía con tanta vehemencia, quizá alguien que había mandado su madre con el propósito de regresarla a casa.
Antes de dejar la revista a un lado, percibió un olor familiar, como al tabaco de su padre, a madera quemada y humedecida después por la lluvia. Apenas vio de reojo su silueta recargada en el árbol, se le enchinó la piel. En un instante saltó de la banca, aventó la revista y quiso correr hacia él, pero su sorpresa fue mayor cuando vio que el cuerpo del sujeto se iba cubriendo de una corteza muy gruesa que se fusionaba con el árbol.
Cuando se acercó ya sólo estaba el enorme tronco. Frotó las palmas de sus manos en la corteza, como si en el mismo acto el árbol le devolviera a su padre. Una savia pegajosa de olor agridulce se impregnó en su piel. Caty escuchó un aleteo, entonces se abrazó.
Dedicado a las mujeres que cada día enfrentan una batalla intensa por la defensa de sus derechos, sus libertades, pasiones, ilusiones y sueños.
Por todas las que han luchado y por quienes continuamos en esa lucha para destruir estereotipos y estructuras que históricamente nos han mantenido atrapadas en una ideología que nos disminuye y margina sólo por el hecho de ser eso, mujeres.
Escrito por Iván Mimila y Luis Efrén Escorza Rosas
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