Supo que ese hombre le acarrearía problemas tan pronto lo vio pisar el escenario. Se lo recomendó ampliamente una empresaria muy querida por él, y la dirección general le dio también el visto bueno pero… debió entrevistarlo antes, cuando menos. Muy tarde reparó en ello. Su delicada voz confirmó lo que el maquillaje y las pieles en sus hombros ya delataban: el tipo era un marica. Nervioso, dirigió su mirada al público, conformado en su totalidad por jóvenes y mujeres, y pensó en todos los niños que seguro miraban el programa en sus casas. ¿Cómo se atrevía ese degenerado a montar semejante espectáculo en horario familiar? No pudo contenerse más y, lleno de rabia, tomó una decisión sin precedente en sus años como conductor: le ordenó al jefe de piso que lo censurara.
—No me parece una persona auténtica y no le veo futuro en este negocio —explicó a los televidentes, molesto como pocas veces en su carrera.
Tan pronto llegó el corte, ordenó expulsar al cantante del foro. Allí no había lugar para joterías.
Jamás se imaginó que al concluir la transmisión recibiría una llamada del mismísimo Emilio Azcárraga.
—¿Pero qué hiciste, grandísimo imbécil? —le exclamó en cuanto cogió el altavoz.
Sucedía que el tipo era cercano —demasiado cercano— a un pez gordo del gobierno federal, quien pagó muy bien para verlo triunfar en cadena nacional. Poco le importaron a su jefe sus intentos por justificar la acción; cantara o no, fuera un mariposón o no, el hombre tenía amigos a los que nadie en México querría disgustar.
—Ten por seguro, Raúl, que si no me piden echarte, lo haré yo de cualquier manera; ¡no tienes idea en qué lío me metiste!
Sintió que el alma se le escapaba por el más estrecho orificio del cuerpo cuando le colgó el teléfono de golpe. Con manos nerviosas, se aflojó la corbata y se secó el sudor. Apenas daba crédito: él, que forjara a estrellas del calibre de Thalía y Luis Miguel, tenía un pie en la calle por culpa de un afeminado vulgar y sin talento llamado Zorro.
Las siguientes horas fueron de ansiedad constante, y no pudo sino imaginar lo peor cuando su asistente le informó que don Emilio deseaba verlo en su despacho.
—Me cae que tienes un chingo de suerte, Raulito… —le dijo “El Tigre” reclinado en su silla, cigarro en mano.
Para zanjar las cosas, el misterioso patrocinador de Zorro exigía una disculpa pública en la próxima emisión. Tragó saliva de sólo pensar en ello; hubiese preferido renunciar antes que verle la cara de nuevo al maricón aquél pero, por la manera en que lo miraba su jefe, sabía que aquello no estaba sujeto a discusión.
Así, pues, el fin de semana recibió otra vez al hombre en el estudio, maquillaje, pieles y todo. Por instrucciones superiores, le ofreció una segunda oportunidad de presentar su acto. El muy infeliz la rechazó, e incluso se dijo muy apenado por toda aquella situación.
—Solamente terminemos con esto, ¿vale? —le suplicó, triste.
A unos minutos de iniciado el programa, le solicitó al público recibir al intérprete con un aplauso y, con el orgullo atorado en las gónadas, pidió perdón por su conducta de la semana anterior. Antes de cerrar el breve segmento, le cedió el micrófono al desairado artista para que dirigiera unas inconsecuentes palabras a la cámara. En todo momento se mostró sonriente. Hasta bromeaba. Se despidieron con un frío apretón de manos al filo del corte y ambos dieron la media vuelta para salir de la vida del otro.
La mañana siguiente, los medios del espectáculo hicieron su agosto con lo que llamaron “La revancha del Zorro”. Raúl Velasco no sufriría peor humillación en toda la historia de Siempre en domingo.
El tiempo, no obstante, pronto sepultó el amargo episodio, y pasaron décadas sin que reparara en el afeminado cantante que a poco estuvo de costarle el trabajo. Entonces un día, cuando ya estaba entrado en la vejez y calentaba su frágil cuerpo en las playas de Cancún, recibió la llamada de un productor de quien nunca había escuchado. Dijo llamarse Fernando Villares y se confesó gran admirador suyo.
—Sería un gran honor que asistiera al show que tendré esta noche en mi club de la zona hotelera. Deseo que conozca a nuestra estrella.
Lo meditó antes de tomar una decisión; hacía mucho que su opinión era irrelevante en el mundo de la farándula y se le ocurrió que, si acaso le llevaba un buen talento al hijo de don Emilio, éste le permitiría regresar a la televisión. Estuvo, pues, puntual en donde lo citaron. Era un lugar moderno y opulento, como lo fueran alguna vez las discotecas de Nueva York. Lo recibió la gerente del lugar y lo condujo a una mesa en la planta alta que ofrecía una estupenda vista del escenario, casi tan amplio como el de su antiguo foro. En la pista, un centenar de asistentes estaban ávidos por bailar. Pidió una bebida y, casi tan pronto le sirvieron, se apagaron las luces y reveló el telón a una atlética rubia ataviada en un vestido blanco, clara imitación del que vistiera Marilyn Monroe para cantarle a Kennedy. A esa deslumbrante imagen pronto se sumó una voz que lo hizo frotarse las manos. No era Lucero, pero con dedicación y dinero podía parecérsele. Escuchó sus canciones, embelesado, durante cuarenta minutos, y al concluir la ovación exigió a la gerente que lo llevara con ella. Un minuto más tarde se relamía las canas fuera de su camerino.
—Adelante —le respondió una voz seductora cuando llamó a la puerta.
Ya se desmaquillaba la cantante frente al espejo cuando entró. Emocionado como no se había sentido en mucho tiempo, se presentó y le dijo que, si se lo permitía, él la llevaría de la mano hasta la más alta cúpula de Televisa. Después de todo, ¿quién sino él era responsable de los más lucrativos artistas de los últimos treinta años?
No terminaba de hablar cuando la mujer se puso de pie y, con los ojos fijos en él, se arrancó la peluca y las pestañas postizas. Sobre el generoso pecho quedó la cabeza de un hombre avejentado, muy próximo a la calvicie.
—¡Madre mía! —exclamó Raúl Velasco al reconocerlo.
—¿Qué sucede? ¿Tan pronto retira su oferta? —interrogó, divertido, el otrora llamado Zorro.
—¡Esto es una burla! ¡Exijo hablar con el dueño del establecimiento! —espetó el ex conductor.
—Pero si lo está mirando, don Raúl. Fernando Villares en persona. Lo sabría si, cuando menos, se hubiese tomado el tiempo de preguntarme mi nombre en su programa.
—¡No puede ser! ¡Qué infamia!
—Ay, don Raúl, no sea dramático. Yo no lo fui entonces, ¿recuerda? Créame que si lo invité no fue para desquitarme, sino para agradecerle en persona lo que hizo por mí. Verá: cuando me repuse de la humillación tuve por fin el valor de aceptar quién soy en realidad. No sabe cuán feliz soy desde entonces.
Rojo de cólera, Raúl Velasco salió del camerino a toda prisa, no sin azotar la puerta tras de sí, y se abrió paso entre el gentío hasta la calle. Ya en el taxi, camino a su hotel, se llevó las temblorosas manos al rostro, incapaz de aceptar que el Zorro había cobrado una segunda revancha sobre él.
Escrito por Iván Mimila y Luis Efrén Escorza Rosas
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