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14. Der goldene Hahn

14. Der goldene Hahn

Escrito por Erasmo W. Neumann, 16 Jan · No. de Visita: 3978


Lo vi venir calle abajo cuando abrí la cochera: un gallo de plumas áureas, cola sinople y cresta de gules. Caminaba por en medio del arrollo, majestuoso, cual si el mundo entero debiera agachar la cabeza a su paso. De súbito desvió el rumbo y, sin reparar en mí, cruzó el portón hasta mi jardín y se echó sobre el césped. Me lo quedé mirando; ¿de dónde salió ese animal y qué debía hacer con él? Tan magnífica ave seguro tenía dueño, ¿mas cómo averiguarlo? Al diferencia de canes y felinos, los gallos no llevan collares y placas que nos digan a quién llamar en caso de extravío, y llevarlo al refugio de animales era condenarlo al asador. Supuse que podía conservarlo un tiempo y le conseguí un poco de alimento, que comió impasible mientras yo atendía mis deberes. Por la tarde le confeccioné con madera y cartón una pequeña casa que de inmediato reclamó. Lo nombré Pánfilo porque tenía cara de llamarse así. Pensé al contemplarlo echado que durante años evité las mascotas porque a duras penas podía cuidar de mí mismo y, de repente, había un gallo dorado en mi vida. No en balde afirma el proverbio que animal y mortaja del cielo bajan, ¿cierto?

            Al día siguiente me despertó, muy temprano, su canto. Asomé al jardín y lo vi fuera de su casa. Algo en su actitud me decía que buscaba problemas. No tardó en encontrarlos: se dirigió a la verja que dividía mi propiedad de la del vecino y de inmediato sus perros, dos fornidos rottweilers, corrieron a ladrarle. Me apresuré a rescatarlo, mas me detuve al observar que, antes que huir de los canes, se acercó para provocarlos otro poco; tan cierto estaba de que no podrían alcanzarlo. Lo cogí de cualquier manera y lo metí a su casa, mas en cuanto di la vuelta él ya iba de nuevo al límite de las viviendas. Fue entonces que el vecino telefoneó para preguntarme qué tenía tan inquietos a sus animales. Fingí demencia.

            —¿Qué acaso no oyes ladrar los perros? —me increpó.

            Al final confesé y prometí que, en adelante, el gallo no causaría más alborotos. Esto probó ser tarea imposible, pues cuantos obstáculos le pusiera, Pánfilo se las apañaba para desquiciar a los rottweilers a todas horas. No conforme, llenó mi césped de agujeros y estropeó casi todas las plantas, y como osara reprenderlo me miraba con felina superioridad. Era imperativo controlarlo, ¿mas qué apartaría su mentecita del conflicto y la destrucción?

            Lo primero que se me ocurrió fue el sexo, así que colgué una fotografía suya en un sitio de agricultores y ganaderos. “Galán busca novia”, escribí, declaración más efectiva que risible; pronto un granjero de Santa Matilde me contactó para que lo llevara a cruzar con sus gallinas. Fuimos hasta allá, pues. El hombre ya le tenía reservada una hembra. Los metimos al corral y mi gallo no vaciló: se abalanzó sobre ella, la sometió por la nuca y la montó, feroz.

            —¡Jesús, María y José! —se carcajeó el granjero—. ¡El chico no pierde el tiempo!

            Consumado el acto, los dos se acomodaron, satisfechos, en un rincón, y Pánfilo cacareó victorioso mientras la gallina se acurrucaba en sus plumas. Por un momento creí que sacaría un cigarrillo. El granjero pagó y me pidió que le llevara a Pánfilo con regularidad. Al coger los billetes me sentí como un proxeneta.

            Repetimos la faena varias veces. El gallo dividió y conquistó sin falta. En una de nuestras visitas el granjero no se encontraba en casa y nos recibió su hija, una chica ceñuda pero bien formada. Mientras Pánfilo hacía lo suyo, ella me guiñó un ojo y se sacó el botón superior de la blusa. No terminó con el segundo cuando ya nos besábamos sobre un montón de paja. Se subió la falda, me bajé el pantalón y, al tiempo que mi plumífero socio cantaba su orgasmo, ella gimió extasiada.

            —Trae al gallo el miércoles —me dijo al despedirnos—. Mi padre se irá a la central de abastos. Podremos divertirnos todo el día.

            Era un hecho.

Camino a casa, Pánfilo y yo nos miramos con complicidad. Cuando llegamos, me encontraba de tan buen humor que le permití molestar a los canes del vecino. Sin embargo, al cabo de un rato me inquietó no escuchar un solo ladrido. Salí y vi al gallo frente a la verja como era su costumbre pero, del otro lado, los rottweilers estaban echados de lo más tranquilos. Incluso sacudían la cola.

            “Se habrán habituado”, pensé, y me fui a la cama.

            Al día siguiente me despertó, muy temprano, un alboroto: asomé al jardín y vi a los perros correr tras el desdichado Pánfilo. En vano intenté rescatarlo; uno de ellos lo atrapó por el pescuezo y sacudió el hocico hasta desnucarlo. El gallo apenas agitó las alas antes de caer muerto. Aniquilada el ave, los cánidos regresaron a su casa, mansos, por un túnel que cavaron por debajo de la verja. La tarde anterior no se movieron de su lugar para ocultar el agujero.

            Contemplé, triste, a mi gallo de oro y lo sepulté. Cuando relaté lo ocurrido al vecino, fue su turno de fingir demencia.

            —Yo ni siquiera oí ladrar los perros.

            Me reservé cualquier comentario; discutir no traería de vuelta a Pánfilo.

            El miércoles llamé a la hija del granjero. Le expliqué la situación y propuse visitarla de cualquier manera. Guardó silencio un momento antes de responder.

            —No. Si ya no tienes al gallo mejor no.

            Colgó. Y con ello la aventura llegó a su fin.

A mi hermano


Autor:

Erasmo W. Neumann

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