Una vez que abril visitaba a Horcajo, todo cambiaba. El frio volvía a la sierra del Gavilán llevándose la artrosis y las caras de sus ancianos se sonrosaban. Por las mañanas, ya no había capa de hielo sobre el parque, los arroyos del Rubial y de la Chorrera también dejaban de congelarse y los niños al terminar el colegio comenzaban a rodearlos con sus juegos. Los niños que no tardarían en ser jóvenes y labrar sus huertos, llenos de frutos y sus campos repletos de olivos. Los ciervos y los jabalíes no tenían por qué bajar a la caudalosa fuente de la blanca plaza del ayuntamiento y empezaban a oírse los primeros gorriones implorando comida y las golondrinas y vencejos regresando de África. Vecinas, como Manuela o Antonia, se sentaban por la tarde en la puerta de casa hasta que la noche hacía acto de presencia. Hablaban de su juventud y del pueblo que apenas rozaba los siete mil habitantes.
El pasado importaba, pero no tanto como el presente o el futuro. Los rebaños cabríos en las dehesas. Las empedradas calles concurridas. Las sonrisas y la alegría de todos los Horcajeños o la ermita de Nuestra Señora de Guadalupe, siempre con visitantes contentos.
Pero un día ocurrió lo que nadie esperaba. Abril dejó de acercarse, dorado y cálido, y comenzó a llegar negro y gélido. La artrosis se quedó para siempre, entumeciendo a los ancianos y emblanqueciendo sus caras. Los jóvenes ya no querían labrar sus tranquilos campos y huertos, sino que empezaron a emigrar a la ruidosa urbe. Los niños dejaron de rodear los arroyos del Rubial o la Chorrera. Manuela y Antonia ya no se sentaban en la puerta de sus casas. El cementerio poco a poco se llenó de féretros y ni los ciervos ni los jabalíes bajaban a la fuente en invierno.
Horcajo se fue ennegreciendo hasta adentrarse en la noche y llegará un día en que ni yo me acuerde de él.
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