¿Sabías que la letra h deriva de heth, que significa “cerrado”?
Aunque por sí sola no suena, está viva desde hace siglos.
El H, como le llamaban los alumnos de Martha, estaba en el camión. Su cuerpo moreno colgaba de la puerta; resaltaba el peinado en punta, rígido de tanto gel, que se ladeaba hacia la derecha.
Martha abordó junto con un grupo de personas que aceptaban con resignación el hacinamiento y el calor asfixiante del camión con tal de llegar a casa. Él no se percató de su abordaje en un primer momento, pero al extender su mano ennegrecida por la mugre de las monedas y levantar la mirada para solicitarle el pasaje, se topó con sus ojos.
Sonrió con mesura y cortesía; ella con nerviosismo, pues eran las primeras veces que subía hasta aquel barrio calificado de peligroso. A Martha le impresionaba la manera en que ese hombre podía comunicarse sin decir palabra. ¿Cómo bromeas sin palabras?, ¿cómo sueñas?, ¿cómo se ama sin palabras?, ¿cómo se expresa el amor sin una boca que cante las canciones que todos cantan y dedican, sin una boca que haga promesas, que hable de para siempres, que diga “amor”, “mi vida” o “cielo”?
La intriga crecía en su mente. Durante las noches veía tutoriales de lengua de señas, intentando interpretar lo que el H “decía” a sus amigos en los trayectos. Poco tardó en descubrir que él no sabía dicha lengua; entonces ¿cómo habría sido su niñez?, ¿y sus padres?, ¿recibió otro tipo de educación?, ¿cómo acabó de cobrador en el pecero?
En cada trayecto en que coincidían, a ella se le llenaba la cabeza de preguntas que no podía responder. No quería indagar con la gente alrededor, pensarían mal; quería que él le contestara, pero ¡¿cómo?!
Comenzó a ser más amistosa con el H, incluso le coqueteaba un poco; finalmente, esa es la manera rápida de lograr que un hombre baje la guardia, pensó. Pero él no respondía a su actitud, al contrario, se tornaba más serio, con una marcada cortesía que generaba una barrera entre ambos.
¿Qué otra cosa podía hacer? ¡Ya está! Usaría su reciente nombramiento como reportera y la confianza de los colonos, para decirles que estaba escribiendo una historia sobre la popular colonia. Empezó por los servidores del centro de salud, las autoridades de las escuelas; niñas, niños, jóvenes, señoras, luego los dueños de las verdulerías, hasta que llegó a ellos: los conductores y cobradores de los camiones.
Ahí estaba el H con un par de hombres. Después de algunas preguntas sobre su oficio, Martha dirigió la conversación hacia él, ahí supo que sus padres eran migrantes de la Huasteca, que no hablaban ni escribían bien el español; ambos eran obreros y hacían largas jornadas, así que él fue criado por su abuela materna, hablante de náhuatl, quien sufría tanto la partida de su pueblo, que charlaba poco, pero aprendió a comunicarse con su nieto haciendo señas con las manos, moviendo sofisticadamente los labios, los ojos, las cejas…
El H aprendió a escribir algunas palabras gracias a sus padres, no tuvo acceso a la educación formal; no conjugaba verbos ni sabía todos los pronombres ni…, pero ¡¿y qué más daba?! “¿Tiene novia?”, preguntó Martha, y su cuerpo se echó ligeramente hacia atrás cuando vio la mueca de extrañeza de los otros dos hombres, pues la pregunta no venía al caso; aun así respondieron por él que no y luego le dirigieron una mirada pícara que hizo que el H sonriera y se llevara las manos a la cabeza mostrando vergüenza.
Acabó la entrevista dos preguntas después y Martha fue a casa. Aún sentía curiosidad, ¡tenía que acercarse más! Al día siguiente esperó coincidir con él en la ruta, no lo logró. No sabía si acudir el fin de semana a presenciar el carnaval, le daba un poco de miedo, pero finalmente lo hizo.
Las casas grises cobijadas por el cielo nocturno disimulaban la pobreza del barrio gracias a las luces del escenario instalado en la plaza central. Las horas pasaron entre danzas, enmascarados, son huasteco, comida y alcohol. No veía a el H por ningún lado, así que se entregó a la algarabía juvenil de sus alumnas y tomó un par de tragos de alcohol barato a escondidas, otro par más, hasta que las piernas empezaron a relajarse y moverse al ritmo de la música.
Eran cerca de las 8:00 de la noche cuando un enmascarado le tomó la mano para sacarla a bailar. Sin pensarlo mucho, aceptó; sus alumnas aplaudían y ella reía como si fuera otra adolescente. La sonrisa se le borró de la cara por un instante cuando en una vuelta la máscara cayó del rostro de su pareja y quedó al descubierto la identidad del danzante, era él.
Martha retomó el paso y acercó su cuerpo. Después de un rato ya no se separaron. Se sentaron en los escalones, a un lado de la tortillería; el H encogió un poco los hombros, giró las palmas de las manos hacia el cielo levantándolas unos 10 centímetros y después señaló el suelo con el dedo índice de la mano derecha. Martha habló bajo, moviendo marcadamente los labios al tiempo que miraba alrededor y hacía un círculo repetidas veces con el dedo índice apuntando hacia arriba.
Él comprendió que venía a dar la vuelta para presenciar el carnaval. Al mirar la hora en su teléfono, Martha le indicó que debía irse, pues ya eran más de las 10:00. Él juntó sus palmas agitándolas hacia el pecho y hacia adelante; la miró suplicante, cerró y abrió los ojos lentamente y apuntó con el dedo índice hacia el suelo. “No puedo” dijo Martha, negando también con la cabeza.
se levantó de un salto, señaló su pecho e hizo como si tuviera el manubrio de una motocicleta entre sus manos. La llevaría a casa. Ella aceptó. Ese fue el comienzo de una relación que en un inicio fue excitante para Martha debido a la novedad y secretismo, a las marcadas diferencias entre ese hombre silvestre, sordomudo y ella, una mujer culta, amante de las palabras en todos sus formatos.
Cuando la convivencia cotidiana dejó de dar pie a más “enigmas por resolver”, ella se aburrió. La abrumaba el silencio, que sus palabras y elaborados discursos intelectuales no valieran un carajo con ese hombre. Los gestos que en un principio le parecieron fascinantes en H, hoy le parecían la evidencia de una mente simple, carente de profundidad. ¿Lo amaba?, no estaba segura, ¿él a ella? Indudablemente, pero Martha no toleraba pensarse como alguien cuya voz, textualmente, no se escuchaba en una relación.
“¿Quién soy si no mi voz, mi pensamiento traducido en palabras?”, se cuestionaba Martha a solas, reprochándose la sencillez que desde hacía meses reinaba en su vida y que la hacía estúpidamente feliz. Mientras tanto, H había enriquecido el archivo de palabras que aparecían en su mente, entre ellas, Martha. Registró su nuevo olor favorito: la piel de mujer recién bañada; afinaba su tacto, sus miradas, leía las de ella; se encontraba sereno, sintiendo, pero Martha estaba tan ocupada con su escandaloso monólogo interno, que no prestó atención.
Un día, sin avisar, usando en venganza la misma lengua, Martha dejó de acudir al barrio, no contestó los mal escritos mensajes en el teléfono ni abrió la puerta.
Volvió al bullicio, a los amantes que le susurraban poesía al oído, a los debates intelectuales que disfrazaban con maestría las vísceras acaloradas de quien quiere imponer su verdad. Volvía a pensarse ella misma. Estaba intranquila, pero ahora parecía ser alguien otra vez.
Una tarde al volver a casa, encontró una serie de hojas de papel debajo de su puerta. La primera foto, dedo índice señalando al pecho; la segunda, palmas hacia el frente abriéndose desde el pecho; la tercera, dedo índice apuntando sobre la ceja y bajando en línea recta a la altura del hombro; la cuarta, dedo índice apuntando al frente, al igual que la quinta; la sexta, mano derecha cubriendo al frente; la séptima, dedo medio e índice de la mano derecha con flechas que indicaban que recorría a lo ancho la mano izquierda; la última, palmas cerrándose con los dedos en punta hacia los costados, a la altura del pecho.
El H sí que sabía cómo retarla. Tardó un par de semanas en descifrar el mensaje que significaba: “Yo abrí para tú. Tú no sabes leer silencio”.
Escrito por Iván Mimila y Luis Efrén Escorza Rosas
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