“¿Tratas de exhibirme? ¡Parece que sólo estás buscando la aprobación de todas las antifeministas, esas que echan para atrás el movimiento! ¡Ahora te estás aliando con ellas!”, me dijo Rebeca, mi amiga, sumamente enfadada cuando compartí, como casi siempre lo hago en mi muro de Facebook, una reflexión. Ésta era acerca de lo injusta que fui antes con otras mujeres que decidieron ser madres y sobre cómo algunas personas son incapaces de tolerar nuestra libertad y decisiones, abandonándonos por ello.
Borré la publicación. No era mi intención exhibirla porque aún la quería y no le había contado a nadie acerca de su enojo, justamente para no hacerla quedar mal. Pero sí quería mostrar el sometimiento a prueba constante por parte de “las aliadas” para ver qué tan feminista es una mujer que dice serlo.
Durante esta última conversación con Rebeca, me limité a contener cada una de sus palabras sin ponerme a la defensiva ya que evidentemente éramos personas hablando idiomas distintos. No estaba dispuesta a perder mi centro y, sobre todo, aunque sabía que podía si así lo deseaba, no iba a lastimarla, aunque algunas de sus palabras me produjeran enojo o me exasperaran.
Me di cuenta de que la idealicé demasiado. Rebeca era una estudiante de doctorado, culta, generosa, excelente docente, viajera, siempre con el mejor argumento en mano para hacer retroceder a cualquiera; era mi modelo y mi mejor amiga desde hacía tres años. Quizá por ello todos sus malos augurios, al enterarse de que estaba embarazada, tuvieron en mí un efecto avasallador.
Comencé a cuestionarme cómo seguí su camino casi a ciegas, creyendo que era el bueno, cuando, resultado de ese camino, la mayor parte del tiempo la vi deprimida y rígida. La cara que mostraba al exterior distaba mucho de lo que ocurría en su interior. Yo seguramente terminaría convirtiéndome en una mala copia suya, pues a pesar de que el feminismo me había enseñado cosas maravillosas, también había generado en mí la desconfianza como primer frente al conocer a nuevas personas, una pesada autoexigencia para ser una mujer coherente, liberada y, más tarde, la falsa creencia de superioridad frente a muchas otras personas por ser incapaces de ver y actuar a partir del feminismo.
Como ese desencuentro con Rebeca me había roto el corazón, acudí a Judith, mi antigua terapeuta, una mujer de largo cabello ondulado, con unos hermosos ojos verdes, voluptuosa, muy sensual y juguetona, la antítesis de Rebeca en cuanto a pensamiento y forma de vivir. Ella se enfadó ante la reacción de Rebeca y me dijo algo que hasta ahora tengo muy presente: “Todas las decisiones y maneras de vivir tienen sus implicaciones, buenas y malas; ninguna es mejor que otra”. Y pensé en las personas a mi alrededor, principalmente en mis amigas, todas diversas, algunas con descendencia, otras sin ella; algunas con pareja estable, otras con amantes ocasionales, solteras, amas de casa, oficinistas, viajeras, saludables, con malos hábitos, guerreras, espirituales, etcétera; ninguna, absolutamente ninguna tenía una vida perfecta, pero tampoco una vida para ser desaprobada. Así, entre las vivencias y decisiones acertadas e incorrectas, en su imperfección, todas tenían una vida única y se las arreglaban para construirse la felicidad. ¿Por qué entonces yo no podría hacerlo? Me fui quitando la idea de que había renunciado a la forma de vida que Rebeca me proponía y que supuestamente era mejor que la que yo acababa de elegir. La clave, comenzaba a entender, era guardar la armonía entre mis contradicciones y tener una alegría a prueba de balas.
Judith, que sólo había visto dos veces a Rebeca, decidió eliminarla de sus contactos; yo no lo supe hasta que esta última me reclamó afirmando que la estaba exhibiendo. Supe por otra de sus amigas, que Rebeca decía que yo afirmaba ante otras mujeres que había querido obligarme a abortar. Me di cuenta en primer lugar del gran temor que tenía a que se supiera su reacción y, por otro lado, de su necesidad de conseguir atención y cobijo de otras personas, aunque fuera valiéndose de inventar que yo la estaba calumniando. Así justificaba su depresión, desconfianza y segregación.
A partir de ahí, el silencio absoluto se interpuso entre Rebeca y yo.
Quizá si yo era su pilar en esa racha tan dolorosa por la que pasaba (un divorcio, estar en otro país, tener nula certeza de las condiciones en las que viviría al volver, etcétera) su enojo era comprensible al enterarse de que mi vida cambiaría tanto. Por otro lado, al llamarme una persona falta de ética por decidir continuar mi embarazo en condiciones que a ella le parecían inapropiadas, todo entre nosotras se quebró para mí. No estaba dispuesta a tener que justificar ante ella mis decisiones dando argumentos que le parecieran suficientes y válidos como si me encontrara en un coloquio.
Judith, que vivía en otro estado, buscó la manera de acompañarme. Muchas veces me ayudó a centrarme, sin juicios. Me enseñó algunas meditaciones y me recordó que éste era un tiempo para disfrutar. Sin ella, la gestación y el puerperio habrían sido mucho más difíciles.
Al apoyo de Judith se sumó el de conocidas feministas no tan cercanas hasta entonces; también el de mi hermana, mi madre, mis tías, primas y otras amigas que poco o nada conocían de feminismo. Pero no hacía falta la teoría para llevar a cabo la práctica de la solidaridad entre mujeres. Quizá ellas desconocían la carga política que sus amorosos actos contenían; sin embargo, eran mi sostén en gran medida cuando aparecían los temores. Nunca hubo un reproche hacia ninguna de mis decisiones, sólo acompañamiento. Cuando había diferencias, siempre las expresaban de manera respetuosa, nunca desde la imposición.
Por su parte Luis, mi subdirector en la oficina y un buen amigo, me ayudó a comprender mejor la paternidad, los procesos por los que pasan los hombres. Estos me interesaron porque estaba pasando por algo que nunca creí: ¡vivir la maternidad en pareja! Cuando pensaba en la posibilidad de tener hijos, siempre imaginaba que sería sola, quizá porque de niña lo vi así, mi madre sola conmigo y con mi hermana, sin tener que lidiar con un hombre inmaduro e irresponsable aparte de tener que criar un par de niñas, trabajar e intentar que no se derrumbara su propia vida.
Con Rebeca siempre decíamos “los hombres están bien pendejos”. Lo dije tantas veces que me lo creí. Sí, todos los hombres, tarde o temprano, resultaban pendejos y llegaba el momento de dejarlos, pero entonces aparecía uno nuevo al que le ignorábamos “la pendejez” por un rato hasta que era imposible hacerse de la vista gorda.
Como para mí habían resultado así mis anteriores parejas ¿¡cuánto más podrían serlo como padres!? Diego hasta ahora se había portado a la altura, pero quién sabe si más adelante cambiaría. Sin embargo, me di cuenta de que era un hombre sensible, tranquilo, con una vida ordenada, enfocada en la mejora de sí mismo en lo interior y exterior, pisando suavecito, sin lastimar, sin hacer demasiado ruido. Diego buscaba ser impecable.
También se volvió un gran amigo para mí, un par, comenzó a ser clarificador en las ocasiones en que yo sentía que perdía el rumbo entre tantas emociones encontradas. Me acompañaba amorosamente pero también me enseñó a mirarme como pareja. Hasta entonces, yo siempre había sido muy crítica, pero pocas veces me preguntaba qué tan buena pareja era yo. Diego me ayudó también a pulir esa parte, a empezar a comunicarme realmente, algo de lo que en verdad carecía, pues en mis anteriores relaciones o controlaba o era controlada; no había mediación.
Pensé que haber visto truncada la etapa del cortejo para pasar inmediatamente a ser padres no había sido tan malo; yo necesitaba una relación así, en la que no hubiera que esperar para mostrarse transparente, sin tanto adorno, porque era la única forma de construir con cimientos lo más sólidos posible.
Por otro lado, su familia resultó ser humilde, cálida y respetuosa; el encuentro con la mía fluyó de inmediato y disfrutamos todos juntos de varias reuniones llenas de música, deliciosa comida y mucha charla. Sus padres eran austeros y sabios, me producían una enorme sensación de calma. Su hogar se convirtió en mi segundo lugar de paz. Era una casa pequeña, con muros de piedra y un jardín hermoso que los padres de Diego cuidaban a conciencia. Su familia tenía una comunicación transparente, algo que yo nunca había visto, todos velaban por el crecimiento de todos. Me daba la sensación de que enfocaban sus vidas en la búsqueda del perfeccionamiento de sus dones, en la belleza. ¿Acaso este no era el momento perfecto y yo tenía todo, como me decía Judith?
Parecía que sí, pero en mi cabeza siempre había espacio para un nuevo “pero”. Cuestiones como tener necesidad del afecto y compañía de Diego y aprender a aceptar su ayuda y la de otras personas me hacían corto circuito en la mente. ¡¿Cómo una feminista que se pasó ya unos años buscando independizarse de los hombres necesita tanto de uno?! Porque así era, de repente necesitaba de él, de sus abrazos, de su sola presencia. Hubo algunas noches en que tuvo que salir y yo me sentía como esa niña que fui y que se creyó abandonada porque no llegaban por ella a la escuela. Sólo que ahora no tenía una mochila conmigo, tenía un hijo.
En contraste pensaba: ¡¿dejar que me ayude, que me cuide?! ¡No! ¡Yo puedo sola, yo puedo sola!, no fuera a ser que me acostumbrara a los cuidados y, cuando ya no estuvieran, me viniera abajo. “Puedo sola”, decía para mis adentros y efectivamente podía, pero terminaba agotada.
Recuerdo mucho el tiempo en que, por mi alto riesgo de padecer preeclampsia, tuve que mover cielo, mar y tierra para conseguir unas inyecciones que debía ponerme diario. Iba de una a otra institución de salud para conseguirlas, con proveedores, con amigas. ¡Incluso llegué con una mujer que poseía un puesto alto para conseguirlas! Una tarde, al salir del trabajo, fui a unas diez cuadras de ahí para recoger un paquete de dichas inyecciones. Estaba cansada, no había comido, hacía mucho calor y el peso agregado en mi vientre comenzaba a dificultarme el andar. Ya de regreso, sentí un enorme mareo y un fuerte dolor en el pecho, me detuve para sentarme y lloré. Estaba agotada, pero me resistía a pedir ayuda.
Algunas veces me pasó por la mente correr lejos de Diego sólo porque no quería necesitar de él ni lidiar con los altibajos que mostraba en este proceso nuevo para los dos. Sus temores, como ver limitada su libertad, no tener suficientes recursos económicos, entre otras cosas, yo se los adjudicaba a que no quería estar, a que seguramente se había arrepentido y le estaba quedando grande la sola idea de la paternidad. A pesar de que era honesto y me comunicaba todos sus sentimientos y pensamientos sin filtro, a veces yo pensaba en huir para salvar el pellejo antes de que pasara “algo”.
Descubrí ahí una vieja lealtad a mi clan, donde los matrimonios no funcionan o las mujeres se quedaban viudas pronto, pero salían adelante. Salir adelante solas, con mucho sufrimiento y librando dificultades, es un sello de mi clan que las mujeres portan con orgullo. Mi madre, separada, admitió alguna vez que fue ese orgullo lo que no le permitió reconciliarse con mi papá. Tampoco quiso o no supo mediar junto con él el momento que cada uno vivía y se separaron. Él, evidentemente, no supo comunicar sus temores ni quiso ceder tiempo para criar.
¿De qué estaba intentando protegerme tan neuróticamente? Descubrí que mi verdadero miedo era a que mis necesidades fueran demasiadas para Diego y él se fuera y me dejara sola con nuestro hijo. Creía que eso había alejado a mi padre de mi mamá y nosotras, el tener que ceder parte 129 de sí, de su tiempo, olvidarse de sus propias necesidades para brindarnos cuidados, amor... No cabe duda: las heridas de la infancia nos persiguen hasta la adultez.
Me di cuenta también de lo dura que estaba siendo con Diego al querer rechazarlo por manifestar sus temores abiertamente ¡temores iguales a los míos y por los que él no me rechazaba a mí! Desde ahí entendí que, independientemente de mis amistades y familia que son relaciones vitales, Diego ocupaba ahora un lugar importante, era con quien yo había decidido tener un hijo, mi compañero, la persona con quien amanecía cada día y me iba a dormir cada noche. Él confiaba en mí, tomaba el riesgo, se mostraba. No ocultaba sus temores, sus defectos, era capaz de llorar, reír y enfadarse frente a mí. Y también demostraba esfuerzo por mejorar.
¡¿Qué clase de locura era resistirme a confiar en él?! ¿No pregonaba acaso que los vínculos amorosos eran el verdadero acto de rebeldía? Si no me atrevía ¿cómo sabría si mis herramientas de vida funcionaban? No quería vivir nunca más del miedo. Era hora de confiar, confiar como un acto de amor.
No es que yo hubiera encontrado la última Coca del desierto, como dicen por ahí. Es que deseaba amarlo tal y como era, en el presente, con todo y esos pequeños defectos que, por supuesto, no afectaban mi crecimiento, mi salud mental o física, como sí lo hacían mi rigidez y contención, tanto que incluso podrían llegar a ser motivos para abandonarlo.
A partir de estas reflexiones comencé a disfrutar mi embarazo a pesar de que este fue tratado médicamente como patológico. Este hecho me mantenía en vilo porque deseaba tener un parto; sin embargo, nunca lo dije. Debido al riesgo de preeclampsia que presenté, tuve miedo de desobedecer las prescripciones médicas, de que algo le pasara a mi hijo y luego Diego u otro familiar me reprocharan.
Pero el día que el doctor dijo la palabra cesárea ya no pude más; terminé expresando, entre lágrimas, lo que realmente quería y me di cuenta de que siempre fue posible hacerlo así, si yo hablaba. Es decir, estaba actuando así por propia decisión, por una presión inexistente a mi alrededor, pues Diego y mi familia en realidad me apoyaban al cien por ciento. Pero me resultó más fácil hacerme víctima que tomar las riendas y ser firme en lo que deseaba. Diego me dijo esa mañana “si quieres un parto vamos a buscarlo, yo te cedo mi parte en la toma de esa decisión, aunque no niego que Mati me preocupa. Pero vamos, y usa esto como un precedente para ti y para otras mujeres”.
Enseguida hice llamadas. Al día siguiente, con ocho meses de embarazo, Diego y yo viajamos a Querétaro a conocer a una partera. La reunión fue maravillosa: atención integral, tomando en cuenta no sólo mi estado físico sino emocional. Diego manifestó su respaldo a cualquiera que fuera mi decisión. Pero, como finalmente movernos hacia allá con todo y familia presupondría un esfuerzo y gasto mayores, y la partera no me conocía como para lograr acompañarme y sostenerme, acepté la cesárea, que por “casualidad” se postergó como deseábamos debido a que nuestro médico enfermó de gripe.
El 7 de noviembre de 2017, un día antes del gran día, acepté las cosas tal como eran y me sentí agradecida de que, finalmente, era afortunada por haber tenido la posibilidad de un embarazo cuidado médicamente, apoyado por mi familia y mi pareja. Esa noche preparé una pasta deliciosa y la compartí con Diego, su mamá, su hermano y mi madre.
Al día siguiente, a las cinco de la tarde, fui ingresada a quirófano. Me sentí vulnerable mientras mi cuerpo semidesnudo era manipulado sobre la plancha, pero me concentré en agradecer y recibir a mi hijo lo más serena posible. Ya después hablaría sobre esta experiencia y, por supuesto, apoyaría a otras mujeres en la búsqueda de un parto a su manera.
Después de que me pusieron la epidural, miré hacia la derecha y tardé unos segundos en reconocer a Diego, que vestía con un atuendo azul, gorro y cubre bocas. Ahí estaban esos ojos, el izquierdo con sus lunares alrededor; me miraba con dulzura, acariciaba mi cabeza y tomaba mi mano.
Un empujón a mi tórax, otro más y de repente vi a nuestro hijo frente a mí. Estaba calmado, con sus ojos muy abiertos. Lo besé en la frente. Le dije a Diego que fuera con él. Giré la cabeza hacia atrás mientras cerraban mi vientre y miré a Diego acariciándolo; la criatura lloró unos segundos y luego volvió a calmarse. A mí se me salieron las lágrimas. ¡Ya estaba aquí! ¡Era real! Pedimos que sólo nuestra familia más cercana estuviera ahí para recibir al nuevo integrante. Los tres solos pasamos la mayor parte del tiempo en la clínica con la intención de afianzar nuestro vínculo. Cuando por fin pudimos ir a casa se intensificó la aventura.
Recuerdo que la segunda noche en casa, nuestro hijo lloraba sin parar y yo no sabía qué tenía. Mi madre estaba conmigo y Diego se preparaba para salir a trabajar. Cuando me di cuenta de que no me estaba saliendo leche me puse a llorar. ¡¿Cuánto tiempo habría pasado ya mi pequeño sin comer?! Me animé a escribirle a una doula (mujer que acompaña a las embarazadas o puérperas para hacer lo que se necesite para sostenerlas y posibilitar la diada madre-hijo) que me recomendaron, Hellen. Le expliqué la situación. Me dijo que se trataba de una especie de congestión en los senos debido a que mi cuerpo todavía no reconocía cuántos hijos había tenido y qué tanta leche debía producir. Me recomendó un masaje y ponerme fomentos de hojas de col con sus “venas” aplastadas previamente.
Eran ya las nueve de la noche. ¿Encontraríamos la col? Diego salió corriendo. Al volver venía cargando un garrafón sobre el hombro y en la otra mano traía una bolsa con dicha verdura. Dijo: “¡Sí encontré una y bien grandota!”. Sonreí, pero eso no duró mucho tiempo ¡había traído coliflor!
Cuando le dijimos que se necesitaba col, no coliflor, volvió a salir un poco irritado y con prisas, pero la trajo. Me puse los fomentos, me hice el masaje y la leche comenzó a fluir.
Los meses siguientes definitivamente acepté y pedí ayuda pues mi herida no me permitía ni levantarme sin que otros brazos me sostuvieran. Entendí que en teoría sonaba muy “progre” eso de los cuidados cincuenta-cincuenta por parte de ambos progenitores, pero en realidad este nuevo ser requería de mí absolutamente y yo de él.
Diego era el encargado de garantizar que pudiéramos mantener la diada y no tuviera que preocuparme por nada más. Nuestras familias también colaboraron con trabajo doméstico, con comida, palabras. Sin duda esta red de apoyo resultó vital, lo mismo que no olvidarme de mí, de mantener viva mi energía creativa e iniciar el taller de escritura autobiográfica, que encajó perfectamente con esta racha en que salir de casa se dificultaba y tampoco me apetecía demasiado.
Desde el nacimiento de mi hijo, los cuidados no han resultado difíciles. Lo difícil ha sido maternar en un terreno hostil, contra reloj porque sabía que debía volver al trabajo cuando lo único en lo que deseaba invertir energía era en mí y en mi hijo. Difícil porque, debido a los horarios laborales de mi familia y de Diego (aunado a los cinco miserables días de licencia de paternidad), pasé también mucho tiempo a solas con Mati, complicándose el asearme, prepárame de comer, salir a la calle.
Desde el nacimiento de mi hijo, los cuidados no han resultado difíciles. Lo difícil ha sido maternar en un terreno hostil, contra reloj porque sabía que debía volver al trabajo cuando lo único en lo que deseaba invertir energía era en mí y en mi hijo. Difícil porque, debido a los horarios laborales de mi familia y de Diego (aunado a los cinco miserables días de licencia de paternidad), pasé también mucho tiempo a solas con Mati, complicándose el asearme, prepárame de comer, salir a la calle.
A pesar de ello, yo elegí convertirme en madre y poner por ahora en primer lugar la crianza. No me siento atrapada en mi hogar, en una “vida tradicional”, como decía Rebeca, ni manipulada por mi hijo (¡vaya superpoderes que le adjudican a una criatura acultural!). En cambio, sí me siento presa de un sistema que se olvida de los vínculos entre personas, las redes de apoyo y la importancia de los cuidados. Por ello, decidí comenzar a hacer tribu con un pequeño grupo de personas que, al igual que yo, consideran importante abrir espacio para la maternidad, facilitarla.
Estar al margen por un tiempo de la vida laboral me llevó a detenerme para observarme con mis viejas heridas, trabajarlas y así estar en mejor disposición para nutrir a mi hijo. Paré para acariciar, para asear, para besar y contemplar a este pequeño cuyo nombre por fin cobró sentido para mí: Mati, “conocer a través del sentir”. Y es que ese fue el camino al que me llevó de vuelta, a sentir.
Ahora que he vuelto al trabajo, atesoro esos momentos en que puedo dedicarme cien por ciento a eso, a sentir. Después de tanto tiempo dejando que fuera mi mente la caótica capitana, creer que la vida sólo está afuera y que fundar mi identidad en un estatus profesional me haría sentir viva, llegó Mati. Y me recordó que estar viva no se piensa, se siente. Tengo certeza de estar viva, realmente viva, cuando respiro tranquila, cuando amo y me siento amada, cuando cuido y soy cuidada, cuando sé que puedo caerme vulnerable, confiada de que hay alguien dispuesto a ayudarme a recobrar la postura; cuando algunas palabras me reavivan el fuego interno, cuando lloro, cuando “no hago nada” más que sumergirme por horas en un par de ojitos que me miran como si fuera un milagro.
Aceptar mis temores y heridas me está permitiendo resaltar mis dones, lo que me hace realmente feliz, lo importante, lo que sí está en mis manos cambiar o mejorar. Si estoy aquí haciendo lo que me apasiona, escribiendo, es porque la maternidad elegida me llevó a reconocerme.
La maternidad, siempre marginada, banalizada u olvidada incluso por los discursos más revolucionarios, se convirtió para mí en un poder en el que también reside la energía de cambio. La vivo como el reconocimiento constante de mi fuerza vital, de mi creatividad, cuestiones que me he propuesto rescatar y mostrar a través de la escritura de mi historia y mis acciones cotidianas.
Definitivamente, mi acto más feminista en esta nueva etapa fue rendirme. Sí, rendirme y aceptar que no lo puedo todo, que no lo sé todo, que no tengo la verdad, que quiero vivir mi vulnerabilidad en el amor, que necesito el amor de otras personas tanto como el propio porque los vínculos son un mecanismo de supervivencia, no un signo de debilidad o isolofobia; que quiero quedarme en casa el tiempo que me plazca a cuidar de mi hijo porque me cura, como dijera mi querida Hellen, del egoísmo.
En este mundo que se cae a pedazos entre tanta crueldad, violencia e individualismo, la maternidad, proceso sumamente emocional, funcionó en mí como un antídoto.
Hace unos días, recordando en la cama, al lado de Mati, el tiempo previo a mi embarazo, Diego me dijo “irradiabas un sí”. Así es, ahora lo entiendo. Era sí al cambio, sí a confiar, sí a mis pasiones, a mis deseos, sí a la libertad que para mí va consistiendo en extender el amor hacia todos lados y hacer retroceder al miedo.
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