¿Puede un periodista, a partir del tratamiento que dé a la información que transmita en un medio masivo de comunicación, incurrir en un ejercicio de violencia que afecte los derechos humanos de algún grupo o comunidad, incluso si no fue de forma intencional?
La construcción de significados que no corresponden a la realidad o que generalizan sus particularidades en torno a un fenómeno determinado imposibilita el reconocimiento que otros puedan tener sobre quienes forman parte de él. Esto llega a reducirlos a meros objetos que, en tanto tales, pueden ser agraviados sin consecuencias, no sólo en el universo simbólico de los medios de comunicación sino en su realidad más inmediata, afectando la definición de la unidad mediante la cual los agentes sociales se generan a sí mismos.
¿Cómo detectar y delimitar este tipo de violencia? ¿A quién responsabilizar? ¿Cómo sensibilizar a los periodistas sobre los efectos negativos (aunque no necesariamente premeditados) de su labor? Dentro de esta situación, el caso de la diversidad sexual merece atención por el estado de discriminación que históricamente ha vivido este sector.
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Homofobia simbólica
Quienes nos dedicamos a investigar acerca de la homofobia en el periodismo solemos enfrentarnos a las descalificaciones de nuestros resultados con alegatos como que nos empeñamos en encontrar discriminación en donde no la hay. Aunque para algunos pudiese parecer claro que equiparar la homosexualidad o el transgénero a un delito o enfermedad, o asociarlos con soledad y sufrimiento, son actos de violencia que afectan no sólo a las personas directamente aludidas, sino a la percepción social que se tiene de las personas homosexuales y trans en general. ¿Cómo convencer de esto a alguien que no lo ve así? ¿De qué manera justificarlo y evidenciarlo con argumentos académicos sólidos, más allá de las buenas intenciones de un discurso más bien activista? Bourdieu (1996: 44) ofrece un concepto que resulta una respuesta casi obvia a nuestro problema desde que la define como una violencia que no se ve: la violencia simbólica, aquella que impone a los objetos, los espacios y las interacciones del mundo significados que se hacen pasar por naturales.
Pero, antes de profundizar en el concepto de violencia simbólica, es pertinente acercarse a la concepción de lo que es violencia. A pesar de ser un tema frecuente en las ciencias sociales desde el siglo pasado, su abordaje se ha hecho desde una perspectiva fundamentalmente etnohistórica o de seguridad o salud pública, que, sin definirla, la describen, ejemplifican y sistematizan según, por ejemplo, el lugar donde ocurre (violencia doméstica, laboral, escolar); contra quién se manifiesta (violencia familiar, en el noviazgo, de género); qué aspecto daña de las personas (violencia psicológica, física, económica) o en qué nivel de la sociedad se presenta (violencia política, mediática, delincuencial), pero nada de eso explica qué es la violencia.
Una definición básica pero sustancial la refiere como el uso o amenaza del uso indebido de la fuerza o el poder entre individuos o grupos. Aunque en ocasiones se hace hincapié en la condición deliberada del acto, puede ser que ejercicios violentos se lleven a cabo sin la conciencia de cometerlos, pero sin que por ello dejen de serlo (Giddens, 2000: 741; Conde, 2011: 77).
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¿Qué quiere decir la adjetivación del uso del poder como ‘indebido’? ¿Es que puede haber un uso ‘debido’ del poder? Veamos. El poder es una acción, no una cosa (como un trono, una banda, un báculo) que esté ahí para ser tomada (Ayala, 2014: 77). No significa que el poder no sirva para mandar, pues es una de sus manifestaciones, pero no la única; y no se debe a una propiedad, sino a una capacidad de los agentes sociales: la de intervenir en el mundo con la consecuencia de influir sobre un curso o estado de cosas en él (Giddens, 2011: 51). De lo anterior se deriva que todo agente social “tiene” siempre poder, o para decirlo correctamente, tiene siempre la capacidad de ejercer poder sobre otros en distintos niveles, según sus recursos; por esto, todas las relaciones sociales deben entenderse como relaciones de poder.
Si los agentes sociales tienen a su disposición diferentes recursos en distintos momentos para ejercer el poder, entonces las relaciones entre ellos serán usualmente asimétricas y cambiantes entre la autonomía y la dependencia. Esto no implica obligatoriamente una relación de dominación (que es diferente al poder). Hay dominación cuando una relación asimétrica se vuelve constante al grado de establecerse en un sistema social determinado por cierta extensión de tiempo para, posteriormente, legitimarse, disfrazando la opresión (Giddens, 2011: 204; Ayala, 2014: 80).
Con esto, hemos formado una idea de cómo o cuándo el uso o amenaza del poder se puede considerar ‘debido’ o no: ¿es un poder que aspira a la dominación, que busca su legitimación? Es el abuso de una relación de poder y no el poder por sí mismo la condición que une a este –pero no lo fusiona– con la violencia, siendo esta también no un factor externo a las interacciones sociales, sino una forma –aunque sea límite- de éstas, en las que los intentos de acción comunicativa colapsaron, revelando las contradicciones de una sociedad (Arteaga, 2015).
Cuando es simbólica, la violencia se expresa en el lenguaje (verbal y no verbal), pero no de manera directa (con insultos, gritos o gestos ofensivos), sino veladamente a través del sentido de las palabras y de las imágenes, y no de éstas por sí solas. Ya que los seres humanos conocemos el mundo que habitamos sólo por medio del lenguaje, el significado que demos a aquello que nos rodea será determinante en la forma en que lo reconozcamos. Esta labor de significación será siempre colectiva e histórica.
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