La realidad es que observaba con descaro a la gente que pasaba frente a mí. Vaya que era mucha. Tal vez entre 15 y 20 personas por minuto entraban y salían del principal centro comercial de la ciudad. Era el día previo a un 10 de mayo: una locura que vivía como espectadora. Esperaba la entrega de un servicio previamente solicitado al auto. Sentada y protegida por vidrios oscuros, podía posar la mirada con total libertad sobre aquellos que despertaban mi interés, como la chica guapa que no pude dejar de ver sólo por usar un bra con posible talla 34 y copa “C”, o el metrosexual que exudaba una petulancia varonil y que comparé con los machos alfa a su alrededor, tampoco se salvaron los amigos del pasado, que reconocí por sus rasgos singulares que resaltaron sobre algunas canas y rollitos de grasa alrededor del cuerpo. Y cómo no contemplar a los temidos pedigüeños con sus artimañas para conseguir unas monedas y a quienes la mayoría les sacaba la vuelta, como apestados…
Dirigí mi vista a lo que otros estaban observando y así la descubrí. Una vez que lo hice no le perdí pisada, olvidando a los demás. Pasó frente a mí, sin acompañantes, vibrando, como si parloteara en su andar. Brillaba con luz propia al reflejarse sobre su piel los últimos rayos de sol de esa tarde.
Su físico era común o aún menos. Por su cara, libre de polvos y colores, pude atribuirle una edad y calificar su belleza por la simetría de sus rasgos. Su cabello ondulado tenía reflejos de un tinte rubio castaño, lo llevaba ligeramente pegado al cráneo, como les gusta a las personas prácticas y que van directamente al grano. Vestía una playera melocotón de tirantes y sin dibujos, lo suficientemente ceñida para perfilar diminutos pechos y mostrar delgados brazos que movía acentuadamente. Su atuendo lo complementaba un pantaloncito blanco y corto que permitía ver la parte baja de sus no muy carnosas y redondeadas nalgas, así como unas piernas esbeltas y bien definidas, cuyos pasos rápidos oscilaban sus caderas en un vaivén potente que indicaba felicidad, transparentando un espíritu aventurero. Su contoneo pude interpretarlo como intencional, deliberado, lo hacía para atraer la atención, pero sin exagerar, evitando ser tomado como algo cómico. Más estaba justo al límite, en esa línea hipotética según el juicio de quien la observa, por lo que volteé con malicia a mirar a los transeúntes, constatando que aún la seguían con la mirada. Los hombres sonreían silenciosamente, en posible señal de respeto, sin emitir los clásicos silbiditos que utilizan para aprobar o desacreditar algo a su paso. Las mujeres parecían pensativas, quizá admirando la seguridad que empoderaba su balance de caderas. También la escolté visualmente, hasta que detuvo su andar al lado de un automóvil negro donde la esperaba quien conducía. Lo abordó con la energía que la impulsaba: su orgullo gay.
Esa era su vibra, su imán. Imaginariamente, antes de su partida la vi ondear la bandera con los colores del arcoíris, recibiendo el aplauso resonante y prolongado que ameritaba la escena de pocos segundos que nos dedicó en su trayecto. Fueron escenario los espacios de ese estacionamiento para su representación natural o planeada, y dejó claro que su desviación de la heteronormatividad no la avergonzaba, que tenía amor propio. Obtuvo de inicio la débil tolerancia que siempre estamos dispuestos a dar, y la emoción creció dando paso a un reconocimiento respetuoso a la diversidad. Su personaje ganó mi aprecio y es seguro que el de otros más.
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