Mi nacimiento fue muy raro. Recuerdo un líquido, mucho calor, presión y al final, frío. Me siento perdido, de aquí para allá, pero la primera vez que vi la luz, estaba en una bolsa, en un lugar no muy agradable, casi asfixiante. Al menos había muchos como yo.
Mi vida ha sido un caos. He viajado al centro mismo de una máquina expendedora de refrescos: me deslicé por sus entrañas y pasé por sus resortes, justo para car en una caja.
No todo era malo. Un día salí con el cambio de esa oscura máquina y llegué a manos de mi mejor amigo: Ramiro, un niño de siete años. Fuimos inseparables y ganamos muchas batallas. Fui su amuleto de la suerte.
Incluso, para tomar una decisión, me aventaba al aire y, según como salía, tomaba su determinación final: jugo de piña o arándano, columpios o resbaladilla.
Una tarde, todo cambió. Ramiro ya no jugaba conmigo. Se oían gritos en la casa, al parecer Romina, su mamá, había encontrado a Laureano con la chica del aseo.
Con una voz casi inaudible, como ruido de hojas cayendo, dije: “Ramiro despierta, escucho pasos”, pero nunca reaccionó. Se abrió la puerta de la habitación y se llevaron a Ramiro. Jamás lo volví a ver.
Sentí unas manos, vi los zapatos de Laureano salir de la negra habitación.
La humedad que sentí después fue insoportable, como estar acostado sobre un pedazo de gelatina. Junto a mí estaba la foto de Romina, olía a ajo e incienso.
Pasaron cinco años hasta que escuche una voz. Era ¡Ramiro! Era un joven. Levantó mi húmeda prisión.
—¡Joven, joven no toque eso! —gritó Marciano, el cuidador del panteón—. Es un trabajo, mire.
Tomó sus guantes y abrió la boca del horrible sapo. Me sacó junto con la foto de Romina.
Un fuego abrazador me cobijo, estaba en el infierno, rodeado de brasas. Al parecer, era la única forma de acabar con el trabajo.
Adiós, Ramiro.
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