ein Gericht, das am besten kalt serviert wird

Escrito por Erasmo W. Neumann, 18 Jul.

Supo que ese hombre le acarrearía problemas tan pronto lo vio pisar el escenario. Se lo recomendó ampliamente una empresaria muy querida por él, y la dirección general le dio también el visto bueno pero… debió entrevistarlo antes, cuando menos. Muy tarde reparó en ello. Su delicada voz confirmó lo que el maquillaje y las pieles en sus hombros ya delataban: el tipo era un marica. Nervioso, dirigió su mirada al público, conformado en su totalidad por jóvenes y mujeres, y pensó en todos los niños que seguro miraban el programa en sus casas. ¿Cómo se atrevía ese degenerado a montar semejante espectáculo en horario familiar? No pudo contenerse más y, lleno de rabia, tomó una decisión sin precedente en sus años como conductor: le ordenó al jefe de piso que lo censurara.

            —No me parece una persona auténtica y no le veo futuro en este negocio —explicó a los televidentes, molesto como pocas veces en su carrera.

            Tan pronto llegó el corte, ordenó expulsar al cantante del foro. Allí no había lugar para joterías.

            Jamás se imaginó que al concluir la transmisión recibiría una llamada del mismísimo Emilio Azcárraga.

            —¿Pero qué hiciste, grandísimo imbécil? —le exclamó en cuanto cogió el altavoz.   

Sucedía que el tipo era cercano —demasiado cercano— a un pez gordo del gobierno federal, quien pagó muy bien para verlo triunfar en cadena nacional. Poco le importaron a su jefe sus intentos por justificar la acción; cantara o no, fuera un mariposón o no, el hombre tenía amigos a los que nadie en México querría disgustar.

            —Ten por seguro, Raúl, que si no me piden echarte, lo haré yo de cualquier manera; ¡no tienes idea en qué lío me metiste!

 Sintió que el alma se le escapaba por el más estrecho orificio del cuerpo cuando le colgó el teléfono de golpe. Con manos nerviosas, se aflojó la corbata y se secó el sudor. Apenas daba crédito: él, que forjara a estrellas del calibre de Thalía y Luis Miguel, tenía un pie en la calle por culpa de un afeminado vulgar y sin talento llamado Zorro. 

      Las siguientes horas fueron de ansiedad constante, y no pudo sino imaginar lo peor cuando su asistente le informó que don Emilio deseaba verlo en su despacho.

            —Me cae que tienes un chingo de suerte, Raulito… —le dijo “El Tigre” reclinado en su silla, cigarro en mano.

Para zanjar las cosas, el misterioso patrocinador de Zorro exigía una disculpa pública en la próxima emisión. Tragó saliva de sólo pensar en ello; hubiese preferido renunciar antes que verle la cara de nuevo al maricón aquél pero, por la manera en que lo miraba su jefe, sabía que aquello no estaba sujeto a discusión.

Así, pues, el fin de semana recibió otra vez al hombre en el estudio, maquillaje, pieles y todo. Por instrucciones superiores, le ofreció una segunda oportunidad de presentar su acto. El muy infeliz la rechazó, e incluso se dijo muy apenado por toda aquella situación.

            —Solamente terminemos con esto, ¿vale? —le suplicó, triste.

A unos minutos de iniciado el programa, le solicitó al público recibir al intérprete con un aplauso y, con el orgullo atorado en las gónadas, pidió perdón por su conducta de la semana anterior. Antes de cerrar el breve segmento, le cedió el micrófono al desairado artista para que dirigiera unas inconsecuentes palabras a la cámara. En todo momento se mostró sonriente. Hasta bromeaba. Se despidieron con un frío apretón de manos al filo del corte y ambos dieron la media vuelta para salir de la vida del otro.

La mañana siguiente, los medios del espectáculo hicieron su agosto con lo que llamaron “La revancha del Zorro”. Raúl Velasco no sufriría peor humillación en toda la historia de Siempre en domingo.

El tiempo, no obstante, pronto sepultó el amargo episodio, y pasaron décadas sin que reparara en el afeminado cantante que a poco estuvo de costarle el trabajo. Entonces un día, cuando ya estaba entrado en la vejez y calentaba su frágil cuerpo en las playas de Cancún, recibió la llamada de un productor de quien nunca había escuchado. Dijo llamarse Fernando Villares y se confesó gran admirador suyo.

            —Sería un gran honor que asistiera al show que tendré esta noche en mi club de la zona hotelera. Deseo que conozca a nuestra estrella.

Lo meditó antes de tomar una decisión; hacía mucho que su opinión era irrelevante en el mundo de la farándula y se le ocurrió que, si acaso le llevaba un buen talento al hijo de don Emilio, éste le permitiría regresar a la televisión. Estuvo, pues, puntual en donde lo citaron. Era un lugar moderno y opulento, como lo fueran alguna vez las discotecas de Nueva York. Lo recibió la gerente del lugar y lo condujo a una mesa en la planta alta que ofrecía una estupenda vista del escenario, casi tan amplio como el de su antiguo foro. En la pista, un centenar de asistentes estaban ávidos por bailar. Pidió una bebida y, casi tan pronto le sirvieron, se apagaron las luces y reveló el telón a una atlética rubia ataviada en un vestido blanco, clara imitación del que vistiera Marilyn Monroe para cantarle a Kennedy. A esa deslumbrante imagen pronto se sumó una voz que lo hizo frotarse las manos. No era Lucero, pero con dedicación y dinero podía parecérsele. Escuchó sus canciones, embelesado, durante cuarenta minutos, y al concluir la ovación exigió a la gerente que lo llevara con ella. Un minuto más tarde se relamía las canas fuera de su camerino.

            —Adelante —le respondió una voz seductora cuando llamó a la puerta.

Ya se desmaquillaba la cantante frente al espejo cuando entró. Emocionado como no se había sentido en mucho tiempo, se presentó y le dijo que, si se lo permitía, él la llevaría de la mano hasta la más alta cúpula de Televisa. Después de todo, ¿quién sino él era responsable de los más lucrativos artistas de los últimos treinta años?

No terminaba de hablar cuando la mujer se puso de pie y, con los ojos fijos en él, se arrancó la peluca y las pestañas postizas. Sobre el generoso pecho quedó la cabeza de un hombre avejentado, muy próximo a la calvicie.

            —¡Madre mía! —exclamó Raúl Velasco al reconocerlo.

            —¿Qué sucede? ¿Tan pronto retira su oferta? —interrogó, divertido, el otrora llamado Zorro.

            —¡Esto es una burla! ¡Exijo hablar con el dueño del establecimiento! —espetó el ex conductor.

            —Pero si lo está mirando, don Raúl. Fernando Villares en persona. Lo sabría si, cuando menos, se hubiese tomado el tiempo de preguntarme mi nombre en su programa.

            —¡No puede ser! ¡Qué infamia!

            —Ay, don Raúl, no sea dramático. Yo no lo fui entonces, ¿recuerda? Créame que si lo invité no fue para desquitarme, sino para agradecerle en persona lo que hizo por mí. Verá: cuando me repuse de la humillación tuve por fin el valor de aceptar quién soy en realidad. No sabe cuán feliz soy desde entonces.

Rojo de cólera, Raúl Velasco salió del camerino a toda prisa, no sin azotar la puerta tras de sí, y se abrió paso entre el gentío hasta la calle. Ya en el taxi, camino a su hotel, se llevó las temblorosas manos al rostro, incapaz de aceptar que el Zorro había cobrado una segunda revancha sobre él.

El universo desaparece

Escrito por Keila Itzel Rodríguez Peña, 25 Jul.

Nos conocimos hace apenas dos meses, pero lo cierto es que la llevaba viendo desde hacía mucho tiempo, en ese entonces yo tenía pareja y para ser sincera, jamás pensé que me haría caso; Helena me saca al menos quince centímetros, tiene la piel clara, es delgada y de andar delicado, tiene el cabello debajo de los hombros con algunas ondas, de su rostro lo que más resaltan son sus ojos grandes, tiene un complejo enorme con ellos, suele cubrirlos con lentes obscuros al tiempo que finge que no le importa.

En mi mente, soy todo lo contrario a ella, por eso me sorprendió tanto cuando me besó en la primera oportunidad al estar solas, fue después de encontrarnos sin planearlo en una cafetería, Helena iba con sus amigo, yo llegue con los míos, me acerqué para saludarla y abandonó a sus acompañantes, en ese momento pensé que quizá sentía curiosidad por mi entorno o tal vez no estaba a gusto con el suyo, que al hacer todo tan clandestino quería explorar sus límites.

          Es cierto, le estuve coqueteando todo el tiempo, estaba segura que lo tomaría a broma, no fue así, después de ese intercambio de gérmenes no nos vimos por unos días, pero luego todo continuó con normalidad; yo tenía dos amigos con los que salía por separado, normalmente a beber y platicar lo mal que nos iba en las relaciones, Helena los conoció cuando fue a buscarme al trabajo, desde entonces los cuatro nos volvimos inseparables, teníamos gustos afines así que fue sencillo mezclarnos, el grupo no duró demasiado, quizá un mes, éramos cuatro personas rotas intentando mantenernos a flote.

Ella conocía mejor mis heridas, quizá reflejaba las suyas, no me gusta detenerme a pensar porque ambas parecemos tan adheridas una a la otra, me gusta perderme en su voz, suele decir muchas tonterías: confunde con facilidad la metafísica filosófica con la “metafísica” que muchos autores de autoayuda manejan, tiene un conocimiento enorme sobre música, pero también habla de arte y de libros, menosprecia a quienes cree “siguen la corriente”, tiene un aire pedante y altanero que suele llevar a la ridiculez: ese aire se mezcla con otro, uno que suele verse cuando se siente segura, algo que sólo me ha permitido ver a mí… o eso dice: es frágil, tiene miedos intangibles que puedes palpar al escucharlos, habla de los años venideros con esperanza: se aferra a ellos, siento que con ella el universo se expande, me siento un átomo y al sentirme así sólo puedo desear que no se extinga.

Sé que tiene miedo de nosotras, de lo que representa, nadie cuestiona el cariño público entre amigas, abrazos, manos tomadas, besos en las mejillas, quisiera asegurarle que no habrá inconvenientes, que no tenemos que ocultarnos siempre, pero decirlo sería una declaración, ella es fuerte, a veces asegura que el clóset no tiene significado, al final algo sólo nuestro: le hablo de la visibilidad, la importancia de mostrar que hay más que ofrecer y el levantar la cara sin miedo, no por nosotras únicamente, por las personas que aún temen expresarse, por las personas que no son sinceras ni con ellas, Helena suele cambiar la conversación, no quiere tocar el tema, no puedo pedirle lo haga, estoy consciente que pedírselo sería asegurarle que quiero una relación, todo se reduce a algo simple: el asunto es mío.

Comienzo a tener un problema, al estar con ella me pierdo en la inmensidad, dejo de saberme un individuo y me permito mezclarme con el todo, esa sensación me aterra, por eso la beso de vez en cuando y finjo que con eso me basta, jamás había deseado a alguien tanto como a ella, quizá porque intento de verdad conocer todos sus lados, no me dejo cegar; por eso continúo con el juego de “estira y afloja”, sin saber si la quiero conmigo o lejos. Helena jamás sabrá todo lo que me ha hecho sentir, pensar, desear, ella vive en un mundo donde todo aquello se guardará junto a las declaraciones ahogadas: entre mis cavilaciones, mis miedos y recuerdos.

Todo eso pensaba hasta que noté que me miraba más tiempo del acostumbrado, sonreí, pensé en una frase que había escuchado alguna vez y la dije sin temor, jugando como siempre, tanteando el terreno de sus emociones y las reacciones que le provoco:

—¿Qué? ¿Te enamoraste de mí?

Helena ha sonreído, con una respuesta fuerte y audaz logró hacer implosión

—Y sí lo hice, ¿qué?... Cabrona.

 

A la orilla de las vías

Escrito por Tania Domínguez, 22 Aug.

Recuerdo perfectamente aquel día, siento que marcó mi vida por completo, ese día en la tarde la vida me dio una lección. Desde muy temprano desperté porque sabía que ese domingo sería muy largo. Me empeñé en juntar a mi familia y juntos preparamos una cazuelada de arroz y otra de carne con verduras; la comida olía d-e-l-i-c-i-o-s-o. Fracasé un poco en el plan, porque a el solo logré que mis padres y uno de mis hermanos se uniera. Con muchos ánimos, empacamos la comida, platos, cucharas y cinco rejas de agua que habíamos comprado. Aquellos alimentos fueron nuestro “granito de arena” para ayudar a los migrantes que caminan a un costado del tren La bestia, en un tramo férreo que pasa a 20 minutos de mi casa. 

Sabíamos lo que nos esperaba puesto que habíamos ido dos ocasiones atrás a llevarles agua a los migrantes. Para llegar a la vía, recorrimos terracería, en lo más lejano y solo, encontramos a aquellos que con miedo dan pasos de fé. Nuestra sorpresa fue al encontrar a un grupo de aproximadamente 15 personas; entre los que viajaban niños, jóvenes y adultos. Con prisa acabaron con sus alimentos y agradecieron infinidad de veces nuestra labor. Pasó el tren; algunos se acercaron, ellos, ingenuos le hicieron señas al conductor para que bajara su velocidad y pudieran subir, pero no fue así. Yo, ingenua también, cerré los ojos porque creí que en sus intenciones estaban las de saltar y subir al tren, pero no fue así.

No solo sabía que aquellas personas eran amables y agradecidas, de aquel grupo también aprendí sobre solidaridad, apoyo y empatía. Siguieron su camino, no sin antes agradecer y nosotros también seguimos el nuestro. Continuamos en la vía con el fin de llegar al refugio para migrantes que se encuentra en Huehuetoca, nuestra meta era esa, puesto que una gran cantidad de personas se encuentran en esa zona ya que son desalojadas antes de lo que el reglamento del sitio dictamina. Desalentador para un lugar que intenta ayudar. Llegamos ahí y entristecimos, temíamos que la comida no alcanzara para la cantidad de gente que se encontraba sentada en una milpa a lado de unos árboles que utilizaban como sombra.

Como ya era costumbre papá se bajó del carro y dijo con voz un poco alta: “¿Quieren un taco?”. Todos se acercaron con prisa. Mientras mi familia servía la comida y mi hermano repartía botellas de agua, yo observaba y me dolía, me dolía mucho. Yo deseaba que ellos tuvieran lo mismo que yo, que aquellos niños y jóvenes fueran a la escuela, que aquel niño de nombre Harol tuviera sus tres comidas diarias, que el señor que predicaba la biblia estuviera con su familia, que aquel grupo tuviera calzado, comida y educación, así como yo las estaba teniendo. Desee lo mejor para ellos; con amabilidad me acerque a escucharlos, y con amabilidad ellos me recibieron.

Terminaron de comer y reunieron la basura; de aquel grupo aprendí disciplina, solidaridad, lucha, empeño, valentía, pero sobre todo a valorar mi entorno.  Después de algunas pláticas con agradecimiento nos despidieron. La comida se terminó, era hora de volver a casa; pienso en esos regresos después de conocer a los migrantes de las vías y no puedo pensar en otra cosa que no sea enseñanza, tristeza y enojo. Todos íbamos callados en aquel carro, yo sabía que, pese a que mi familia fuera una roca, a ellos también les estaba doliendo.

Avanzamos lento y de pronto el día cambió, cambió por completo. Nuestros ojos vieron a una persona a un costado de la vía, era un hombre, se encontraba tirado con la cabeza un poco hundida en la tierra, estaba vestido y solo. Parecía muerto.  Nos asustamos, nadie dijo nada, el silencio gobernó en todo mi mundo en ese momento. Pasamos a un lado de él y no se movió.   Nosotros no intentamos moverlo. Yo no intente moverlo. Seguimos nuestro caminó.

Entre mí, dije; es un migrante, y sin aguantarme lo dije frente al resto de mi familia; es un migrante. Todos callaron, nadie dijo nada en lo que restó del trayecto a casa. No sé con certeza si el hombre era o no migrante, si estaba o no muerto, pero lo que si sé es que la historia nos ha mostrado que ese es el fin de muchos. Para mi aquel hombre representa el muro en el que México se ha convertido, es México jugando a ser la policía migratoria del país vecino, es México y las fosas clandestinas encontradas en Tamaulipas pos a la matanza de 72 migrantes en San Fernando, es el México indiferente, es AMLO jugando a no ser castigado por TRUMP, son problemas arancelarios que no tienen cabida en políticas migratorias, son muros; muros mentales.

Ahora, después que ha pasado tiempo desde aquel hecho, no solo recuerdo al hombre tirado en las vías; recuerdo los nombres y rostros de muchas personas que salieron en busca del tan famoso sueño americano, recuerdo sus historias y enseñanzas, recuerdo a Harol y a su padre, recuerdo la historial de aquella mujer que llorando me dijo que había salido de su hogar porque la extorsionaban, recuerdo al joven que me pregunto que si yo estudiaba y al contestarle que sí, me dijo: “a mí me hubiera gustado mucho estudiar”, recuerdo escuchar del niño de ocho años que perdió la pierna al bajar del tren, recuerdo lo agradecidos que fueron con mi familia y conmigo al recibir una porción de lo que por derecho merecen, recuerdo el miedo y la angustia en sus rostros al hablar de los peligros que les esperaban al llegar al norte del país; los recuerdo, los recuerdo mucho y todos los días leo y hablo de ellos, porque se lo merecen, porque se los debo.

Y entre todo lo que recuerdo y pienso, me duele que esto no sea un cuento sino una vivencia. Estoy enojada, porque día con día,  tu y yo seguimos violentando a cada una de esas personas al no darles voz, estoy molesta porque los están arrestando en nuestras fronteras como si fueran criminales que cargan con delitos peligrosos, estoy molesta porque olvidamos que por años fuimos los principales expulsores de migrantes y ahora nos indignamos como si tuviéramos cara para ello,  y de corazón espero que tú también estés enojado y que eso sirva para pelear por los derechos de aquellos migrantes que solo buscan el tan famoso…sueño americano.

Un día normal

Escrito por Julio César Acosta, 05 Sep.

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Tic-tac, tic-tac, tic-tac. El reloj avanzaba, la ciudad se ahogaba en oscuridad, las luces daban vida al miedo de las madrugadas, el asfalto comenzaba a tener movimiento: pisadas, llantas, basura y escupitajos comenzaban a adueñarse del espacio; en el horizonte, unos deprimentes rayos de sol se asomaban como si no quisieran salir hoy, como si no hubiera esperanza… así se ven todas las mañanas desde aquella entrada de metro en la Ciudad de México.

En una esquina, sobre huacales viejos y flojos, reposaban dos charolas grandes y largas, dentro de ellas había mazapanes, ricaletas, bomba chile, juguitos de triangulito, diez cajas grandes de chicles —a la gente le gusta que huela bien su boca cuando miente—, y aguas, muchas aguas, pues cuando inicia la tarde, la entrada al metro parece boca hacia el infierno y el piso se enciende intentando contener el azote largo que el sol y la alta contaminación dejan caer con furia. En ese espacio sucio y alumbrado sólo con la luz tenue de una pequeña lámpara de leds llegaba Sergio Sánchez cargando una hielera repleta de agua fría que momentos despúes colocó en el piso. Su mujer, del otro lado del puesto, le ofrecía un vaso cargado de café caliente y un pan, desayuno emblemático del México de clase media.

La ciudad con su furia hacia presión: las luces de los autos se mezclaban con su infinidad de sonidos, las primeras mentadas de madre del día acompañadas de un armónico chiflido típico de los chilangos, rostros secos entraban y salían del metro y la mañana daba los buenos días con mal rostro. Son las 7 a. m. y todo está despierto. Don Checo ha terminado de poner su puesto, el día apenas comienza para él. Su vida ha cambiado en los últimos 15 años, pues el hambre, como a muchos en nuestro país, lo obligó a cambiar los amaneceres más hermosos de México por los apresurados días en el D. F. (como él aún le llamaba). Toma su hielera sucia y vieja, la sube a su diablito y como ritual azteca en un proceso casi perfecto comienza a cargarla de papas, café, aguas, cigarros y tortas de milanesa y queso de puerco que su esposa prepara todas las madrugadas en punto de las 4 para vender, apresurado —pues el tiempo es dinero para ellos—, comienza a pasar por el largo pasillo lleno de puestos, poco a poco Sergio se va perdiendo entre el infinito movimiento de la gente acompañado de su grito: “Tortas, café, aguas para despertar… Tortas, café, aguas para sonreír…”

2 p. m., la tarde avanzaba. Los sonidos del metro y las cumbias de antaño se escuchan y es como si el tiempo se detuviera; la garganta se ha secado de gritos y Checo ve su face, las noticias de la tarde se llenan de likes y los niños están a punto de llegar de la primaria. Frente a la calle una patrulla llega de manera abrupta y nadie se inmuta, ya son imágenes cotidianas. Tres policías encapuchados vigilan, una señora con bata abre la puerta y junto a ella baja el comandante, un hombre chaparro y con fortaleza en el cuerpo, la señora con voz directa señala. Está a punto de cambiarle la vida a Sergio Sánchez: jamás olvidará la mirada llena de ira de quien con su dedo le ha quebrado la vida.

Sergio Sánchez es ahora un homicida. Esta fue la declaración que condenó a Sergio Sánchez, indígena mazahua, a 27 años y 6 meses de prisión por el delito de homicidio calificado. Checo, como lo llamaba su mamá, fue aprehendido por 10 sujetos que lo sometieron y lo llevaron detenido al Ministerio Público. Después de eso su familia no lo volvió a ver…

 

 

Sergio despertó a la mañana siguiente amarrado en una silla; el ojo hinchado y moreteado le hacía ver borroso, frente a él  un hombre dormía sobre un sillón. Entre balbuceos y con su mandíbula rota alcanzaba apenas a pronunciar: “agua, agua”, el hombre en el sillón despertó con un sobresalto, “Puta madre cabrón, yo te iba a dejar descansar un rato y sales con tus mamadas, ¿quieres agua? Aquí está la pinche agua”. Con odio en los ojos tomó una cubeta de agua helada y la dejó caer de frente a Sergio, una carcajada larga llenó de sonido el lugar que se mezcló con gritos largos de Checo: ¡Ya, por favor!”. “Ya por favor, ya por favor… chingas a tu madre cabrón. ¡Confiesa, pinche indio!”. Una bolsa cubrió su cabeza, las manos se laceraban con el ixtle que las unía a la silla, sus pies intentaban moverse pero era imposible. La impotencia invade a Sergio y se pregunta qué hizo.

El dolor es infinito, piensa que es un mal sueño, de esos que se tienen cuando se comen 10 tacos por la noche, está a punto de perder el conocimiento, su cuerpo comienza a perder fuerza. La bolsa se detiene, el joven toma de una mesa vieja de plástico una bolsa con un celular y la navaja con la que Sergio asesinó con 20 puñaladas — según la versión del hombre—. “Con-fie-za-, hijo de tu puta madre. Si no lo haces me voy a coger a tu pinche vieja india y voy a chingarme a tus dos pinches escuincles pata rajada”. Sergio comenzó a llorar, ha sido la peor noche de su vida y le preguntaba a Dios qué ha hecho para merecer esto. Y como si él lo escuchará, cual luz celestial, arriba del sótano se abrió una puerta. Dos hombres con pistola en cintura bajaron y sin cruzar palabra desamarraron a Sergio con un procedimiento casi mecánico para llevarlo a los separos. Un médico entra a inspeccionarlo, una luz directa a los ojos, pupilas dilatadas, lengua ensangrentada, con algodón limpia las heridas del rostro moribundo de Sergio. Una enfermera llega con un kit de limpieza para secarle el cabello y un guardia entra para entregarle unas hojas al hombre de la bata.

En un acto casi fúnebre, la enfermera sale acompañada del doctor y el guardia comienza a sacar de una bolsa negra un pantalón, una camisa color caqui y un par de zapatos negros nuevos que coloca sobre los pies sucios y mojados de Sergio.

Son las doce de la tarde, el sol afuera de los separos quema las almas de los que se mueven entre la acera. En las oficinas de los Juzgados, un ruido incesante de dedos que dictan palabras a las computadoras, teléfonos que no dejan de sonar y esperan ser contestados; en el rincón al fondo, un juez lee los últimos datos aportados por la fiscalía para dictar sentencia. El día avanza y todo tiene que ser rápido, el juez llama a comparecer al acusado. A un costado, entre rejas, aparece desvariado Sergio Sánchez, un oficial le lee rápido y sin entenderse sus derechos, por segunda ocasión la señora lo señala como principal responsable. El juez con la justicia en sus palabras dicta auto de formal prisión: 27 años y 6 meses  de cárcel por el delito de homicidio calificado en primer grado. Sergio Sánchez no verá más a sus hijos, no venderá más aguas en la entrada del metro.

Juicios, comparecencias, cientos de revisiones, tiempo, meses y vidas han pasado, el indígena Mazahua extraña el olor del bosque por las mañanas, los atardeceres infinitos llenos de melancolía, extraña a su madre que partió de este mundo un par de años atrás sumergida en tristezas por su hijo encarcelado. Siete años… siete años de un caminar lento que en México sucede cuando hablamos de justicia.

Tic-tac, tic-tac, tic-tac. El reloj avanzaba, la ciudad se ahogaba en oscuridad, las luces daban vida al miedo de las madrugadas, el asfalto comenzaba a tener movimiento: pisadas, llantas, basura y escupitajos comenzaban a adueñarse del espacio; en el horizonte unos deprimentes rayos de sol se asomaban como si no quisieran salir hoy, como si no hubiera esperanza. Siete de la mañana, la ciudad comienza su día, los pájaros en los cables viejos y sucios chiflan cual si estuvieran encabronados, frente a ellos, una alarma ruidosa anuncia la apertura de una puerta inmensa, la gente afuera se amontona, todos observan el espacio que va dejando ver la lenta apertura de la puerta, una mancha deforme y negra se posiciona frente a los pequeños rayos del sol que comienzan a asomarse, una silueta se dibuja y parece que lo escupen las puertas y cual ritual de parto se va dejando ver un hombre, que se convierte en llantos de dos jóvenes, de una señora que se queda paralizada al tiempo que sus ojos se llenan de lágrimas… Es Sergio Sánchez, el hombre al que el reclusorio abortó, el hombre que volvió a nacer en esta ciudad que día a día se pudre. Que día a día se apaga.

Tic-tac, tic-tac, tic-tac. El reloj avanza y la vida se apaga.

 

Historia basada en Sergio Sánchez, indígena mazahua que fue acusado de un homicidio y fue sentenciado por un delito que no cometió. Gracias a una asociación en defensa de los derechos humanos ha podido comprobar que es inocente y fue liberado después de siete años encarcelado. La violación a sus derechos humanos fue total convirtiéndose en un indígena más que es enjuiciado de manera ilegal. Sirva este texto para hacer lucha desde las letras y hacer un homenaje a los indígenas violentados por el simple hecho de compartir este país lleno de tanta riqueza cultural.

Diesen Weg gehst du

Escrito por Erasmo W. Neumann, 26 Sep.

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El sol no llegaba al cénit cuando un individuo se plantó frente al edificio de la Dirección General de Seguridad y, sin decir una palabra, arrojó una nariz putrefacta a los pies de los oficiales que montaban guardia. Aunque en un principio éstos solamente intercambiaron miradas perplejas, pronto repararon en que se trataba del hombre más buscado de Ecatepec: el “Carpintero vengador”. Entonces desenfundaron sus armas cuan rápido les permitieron los nervios y le ordenaron llevarse las manos a la nuca. Él obedeció sin chistar y permitió que lo esposaran al tiempo que, con un suspiro resignado, evocaba los acontecimientos que lo condujeron hasta allí.

            Todo comenzó con la muerte de su hija durante un asalto al transporte público; el ladrón le disparó por rehusarse a entregar el móvil, y aunque el resto de los tripulantes aprovecharon la situación para desarmarlo y retenerlo, el tiro fue fatal. Todavía no se escuchaba la sirena de la patrulla cuando arribó para confirmar, los ojos anegados en amargura, que la víctima era su pequeña. El arresto del responsable fue consuelo efímero: semanas más tarde, su abogado lo enteró de que, puesto que los pasajeros golpearon al criminal y se incurrió en un número de faltas protocolarias durante la detención, el delegado de la Comisión Estatal de Derechos Humanos determinó que se violaron sus garantías y, con ello, dio a la defensa elementos para anular el proceso.

En el acto solicitó audiencia con el funcionario, quien no era sino un chico recién egresado de la universidad.

            —¡Es un atropello! —le espetó—. ¿Qué hay de los derechos de mi hija? ¿Quién la defendió a ella? ¡La mataron y tú ni siquiera alzaste la voz!

El muchacho, sin embargo, no veía en su proceder sino el mero cumplimiento de sus obligaciones.

            —Créame que si fuera usted el preso, señor, también me cercioraría que lo hubiesen tratado con justicia.

            En el Ministerio Público le expusieron argumentos similares, y el juez desestimó cuantos recursos invocó para revertir el escenario. No le restó sino ver, impotente, exonerado al asesino de su hija.

            —Descuide. Ya caerá por otra cosa —le aseguró el fiscal, y aunque él confiaba en que así sería, no estaba dispuesto a esperar.

            A menos de un mes del veredicto, el ladrón amaneció muerto en un callejón de Ciudad Azteca y, como la policía no lo encontrara ni en su domicilio ni en su carpintería, terminó por encabezar la lista de sospechosos. La situación empeoró al descubrirse que en el bajo mundo hablaban de un sujeto que, armado con una clavadora eléctrica y un martillo, intimidó a las personas adecuadas hasta dar con el bandido. No tardaron las más mordaces plumas del municipio en enterarse y difundir la historia del vigilante que, cual manado de alguna tira cómica, se procuró con las herramientas de su oficio la justicia que el sistema no proveyó. La subsecuente cacería del “Carpintero vengador”, como lo referían en las calles, se convirtió en un ardid mediático, y su aprehensión se volvió prioritaria para las autoridades luego de que, a tres semanas de la primera ejecución, vecinos de Tulpetlac informaran el hallazgo de otro cuerpo: el del funcionario de la Comisión Estatal de Derechos Humanos. Además de molerle la cabeza a golpes, le amputó la nariz como para que no la metiera de nuevo en donde no debía.

            Ésta no aparecería hasta que el justiciero se entregara unos días después, resuelto a poner fin a la violencia y encarar las consecuencias de sus actos. Ignoraba, no obstante, que la fortuna no movía aún todas sus piezas: cuando lo conducían al interior del edificio para ficharlo, un hombre se acercó por la calle de López Mateos y, raudo, le descargó los seis tiros de su revólver.

            —¡Esto es por mi hijo, cabrón! —exclamó entre lágrimas antes de que los oficiales lo abatieran.

            Ese homicidio dejó claro que no solamente el carpintero había saciado su sed de revancha, pues la identificación en los bolsillos del agresor lo reveló como el padre del joven delegado de Derechos Humanos. La rabia de uno derivó en la tragedia del otro y, en su dolor, ambos escribieron con sangre una historia que en esa sucia acera llegó a su punto final.

Estación C. Doria

Escrito por Alicia Islas, 17 Oct.

Te leí entre juegos y eso bastó para tener fe en llanuras cubiertas de cálidas palabras, en las leyendas de la calle y las de mi casa, e incluso aún más lejos muy pegado del reflejo de la luna.

Era verano tenías tantas ganas de salir a brincar con los zapatos de charol y la cara cubierta de grumos de algodón de azúcar. ¡Pero no! ¡Los zapatos debían estar limpios! Corre despacito, que no te escuchen.

Miro el reflejo de la ventana, se tropieza con una mirada difusa pero con mucho fuego a medio apagar con sal, cortantes, cruzadas, perdidas desde el ojo hacia el arete del labio.

Cráteres de labial desterrados por el color del vino.

Cambio de estación…

Olor a vino, tal vez ron y un poco de tabaco o quizá algo más…

Te sientas a mi lado y me saludas, ¡qué sonrisa! 

Te presentas con INE en mano, como si de un trámite burocrático se tratase, y tu celular torturaba mi oído a tan altas horas de la noche.

Cambio de estación…

¡Quema! En verdad me siento fatal, él me dejó, ¡Que se pudra! ¿Has leído México Bárbaro? Léelo, ¡tienes que leerlo! Estudio Sociología, mucho gusto…

Una y otra vez escuchaba su llanto cortado.

Debes decirme en dónde bajar, por favor.

El silencio se comía el tiempo entre una estación y otra con las miradas, los gestos y las pocas ganas de quien habitaba la obscuridad de la ciudad.

Cambio de estación…

Te doy todas las armas que tengo, mi número por si algo pasa en los callejones, invoca antes de entrar a casa.

Una charla calmada antes de despedirnos y una mirada de suerte que tiene piedras, cada mineral con un, “espero que llegues viva”.

Tomas con fuerza tus lágrimas y el gas pimienta, y acomodas los recuerdos para que no se salgan, avanzas con incertidumbre y con más terremotos que esperanzas.

 

De la mano del padre

Escrito por Eva Astorga, 31 Oct.

¿Te acuerdas, Lauro, del día que nos conocimos? Fue allá, en la plaza. Tú traías puesto un traje negro bien cortado, de esos que no se encontraban más que en la capital. Mirabas en derredor, distraído, silbando una canción romántica. Yo estaba cargando las compras para la semana. Al pasar junto a ti, se me resbaló de la mano el monedero. Tú lo rescataste y me perseguiste para entregármelo. No olvido lo suaves que me parecieron tus dedos al rozar los míos. Yo que no conocía más que las ásperas palmas de mi padre, avejentadas por la siembra y la ordeña.

No pasó mucho tiempo antes de que me llevaras a la casona de tus padres, tan resplandeciente de oro y plata, y allí, a mitad de la cena, me entregaras un anillo de diamantes, delante de todos. Qué iba yo a saber de todos esos lujos, si apenas aquella tarde me habías llevado a la ciudad a comprar un vestido, para que “tuviera algo decente que ponerme”.

Yo no supe qué responder, sólo sonreí mientras todos aplaudían. Más tarde, mientras me guiabas en el vals, te pregunté:

—¿No crees que debiste hablar antes con mi papá?

—No hace falta. Le diremos ahora. Con un yerno como yo, no podrá negarse —dijiste, ciñendo mi cintura.

Recuerdo cuando nos mudamos al rancho. Tu padre, pese a tus protestas, decidió dejarte en provincia en lugar de darte un puesto como ejecutivo en la capital. Decía que ese trabajo te sentaba mejor, ya que te habías casado con una pueblerina. Esta afrenta, junto con los años de malas cosechas y pérdidas irreparables, terminaron por cambiarte. Aquellas manos tan finas, acostumbradas a tocar sedas y terciopelos, pieles de señoritas adineradas; se convirtieron en instrumento de castigo. Y yo me consolaba en el hecho de que eras un buen padre, de que las niñas nunca recibieron ni un golpe tuyo. Al contrario, te gustaba estar cerca de ellas, peinar sus largas melenas que no tenían permiso de cortar.

Cuando nació Alma, te quedaste en casa para ayudarme. Por la noche, arropaste a las niñas para dormir. Desde la puerta entreabierta, vi una sombra deslizarse sobre el perfil de Aurora, palpando sus formas, mientras tu voz grave le decía: “No tengas miedo. Papá está aquí”.

Desde ese día, la desgracia llegó a nuestra casa. No era raro que te pasaras toda la noche fuera, apostando lo poco que te quedaba. Por eso no fue sino hasta el tercer día que las niñas empezaron a preguntar por ti. Yo les inventé un viaje de negocios, por no decir que estabas con alguna de tus otras mujeres. No puedo negar la tranquilidad que me causó tu ausencia y lo aliviada que me sentí al pensar que no volverías. Una noche, no obstante, mientras Aurora y yo preparábamos la cena, Alba entró gritando a la cocina:

—¡Papá llegó, papá está aquí!

—¿Regresó? —dijo Aurora, llevándose una mano al pecho, con disimulo.

—Sí, yo lo vi pasar por la ventana de la sala. Iba silbando la canción que le gusta.

No puede ser. —Dije en tono seco—. Es muy pronto todavía para que vuelva.

No habían pasado ni dos minutos cuando mi pulso se agitó al oír la puerta.

Alguien toca, —dijo Aurora, volviendo la mirada hacia mí, lentamente.

¡Es papá, es papá! —gritó Alba de camino a la entrada.

Yo corrí para alcanzarla y logré tomar la perilla antes que ella. Al abrir, me topé con la visión de tres trabajadores tuyos que miraban al suelo, con los sombreros entre las manos.

¿Ya ves? Es a ellos a quienes viste.

Señora, —me interrumpió uno de ellos—. Le tenemos malas noticias.

A las niñas no quise contarles los detalles, no supieron de las nueve puñaladas, ni tampoco que le cortaron las manos a tu cadáver, como venganza, según se especulaba, por alguna deuda de juego. Ya bastante perturbadas las había dejado la noticia. Durante varias semanas Alba aseguró que soñaba contigo, que la mirabas desde un rincón de su cuarto. Pese a mis esfuerzos por tranquilizarla, logró infundir miedo en su hermana, quien, una noche, cuando intentaba sobreponerme a la impresión de un golpe seco que me despertara de repente, entró corriendo en mi habitación:

¡Mamá, mamá! ¡Alguien me tiró, me jaló los pies!

¿Qué dices?

¡No sé, yo me estaba levantando para tomar agua! ¡Alguien me tomó por los pies, me tiró!  ¡Estaba debajo de la cama!

¿Qué tonterías dices? ¡No hay nadie debajo de tu cama! ¡No hay nadie en esta casa aparte de nosotras! ¡Es a los vivos a quienes hay que temerles, no a los muertos!

Los días siguieron pasando y las niñas andaban por la casa, evadiendo mi mirada, cargando en el rostro una expresión de ansiedad que, no obstante, no se atrevían a comunicarme desde aquella noche. Una mañana, mientras Aurora me ayudaba a preparar el desayuno, le ordené que saliera al patio trasero y trajera agua del pozo.

¡No, no, suéltame! —gritó.

Salí corriendo para ver qué pasaba y solo encontré un jirón de tela a la orilla del pozo, como único rastro de su presencia. No fue fácil sacarla de allí, tuve que echar mano de todos los escasos empleados que quedaban en el rancho. Dijeron que fue un accidente. Por más que yo insistí en que alguien la había empujado, la policía no quiso investigar.

Yo pasaba noche y día llorando por mi niña, aquella que desde su nacimiento había sido también tu más preciada posesión. Me costaba trabajo encargarme de Alma, casi recién nacida, y la pobrecilla Alba era quien pagaba los platos rotos. Apenas si ponía cuidado en su alimentación y arreglo. Por lo demás, ella debía valerse por sí misma. Cierto día, después de pasar una noche difícil con la bebé, me despertó la luz meridiana y, tras salir de mi sopor, fui a su habitación para verla. No hay palabras que alcancen para describir lo que sentí al encontrarla inerte y contorsionada, luciendo alrededor del cuello su brillante cabellera negra, como un adorno fúnebre.

En vano traté de convencerme de que había sido un accidente, de que era normal para las niñas de cierta edad enredarse en su propio cabello hasta agotar el aire en sus pulmones. Ni siquiera pude llorarla. En vez de lágrimas, tenía una gran rabia atorada en el pecho, en la garganta, en las pupilas. Me quedé sola con la bebé en una casa fría y plagada de sombras. Solo de vez en cuando su llanto lograba quebrar el aplastante silencio de la propiedad.

Cierta urgencia morbosa me llevó a dormir en la habitación de Alba. Desde la cama que una vez ocupara su cuerpecito, distinguí infinidad de formas apenas dibujadas por la luz de la luna sobre la oscuridad del cuarto. Fui sacando muebles y adornos poco a poco, para evitar sobresaltarme con sus siluetas durante la noche. Pero, sin importar cuán vacía estuviera la recámara, al abrir los ojos en la madrugada, siempre me parecía estar rodeada por una multitud de contornos indescifrables. Me aferraba a Alma como único escapulario hasta la salida del sol.

Una noche me pareció escuchar la tonada triste que conociera hace años. El silbido duró solo un momento, en el patio, y luego fue opacado por los aullidos de perros lejanos, salidos de no sé dónde. Alma cayó enferma pocos días después. Los médicos no supieron detectar ningún mal en ella, pero yo sabía que algo había cambiado en mi hija. Parecía contaminada de aquella insoportable quietud que envolvía nuestro hogar. Ya casi no lloraba y dormía demasiado. Yo, en cambio, me rehusaba a cerrar los ojos, siempre alerta del inminente peligro, en especial las noches en que esa cancioncilla era entonada primero en la cocina, luego en el recibidor, la escalera, el pasillo; cada vez más cerca de nosotras. Las notas se extendían apenas unos segundos, pero lograban llenar todas habitaciones, disparando en mi cuerpo el instinto no sé si de huida o de lucha.

Pero la debilidad fue venciéndome. Por más que intenté reducir mis horas de sueño al mínimo para permanecer atenta a los movimientos de Alma, una madrugada me vi envuelta por ensueños de tiempos mejores: la plaza, la cena, tu casa de plata y oro, y nosotros bailando al compás de una melodía conocida, suave y desgastada por los años. Cuando alcé los párpados, encontré a la niña inmóvil a mi lado, su carita cubierta con una almohada que mostraba aún el contorno de las manos que la apretaran contra ella.

Qué tonta fui al no ver que jamás podría salvarlas de ti, arrancarte ese amor retorcido que sentías por ellas. Pude ver en tus ojos, mientras perforaba tu carne con el puñal una y otra vez, aquel odio que tantas veces estampaste en mi piel con tus manos. “Nunca nos dejará en paz”, dijo Aurora mientras me ayudaba a arrastrarte fuera del rancho. Ella parecía conocerte más que yo, tal vez porque a últimas fechas había sido quien te entibiara por las noches, cuando yo te suponía descansando a mi lado.

Sé que vienes por mí. He visto tu sombra pasar con descaro frente a mi ventana, lentamente. Te he oído tararear y silbar esa canción que te gusta. No sé hasta cuándo alargarás mi suplicio, pero estoy segura de que no puedo escapar. Me encontrarás dondequiera que vaya. Te adueñaste de mí y de mis hijas cuando te dejé cercar mi dedo con tu anillo, o quizás antes, desde aquella vez, en la plaza, ¿te acuerdas?

La llorona

Escrito por Gabriela Gómez, 07 Nov.

En su juventud, Mario acostumbraba a fumar por las noches, le daba mucha satisfacción y calma. Sin embargo, a su madre Doña Enedina no le resultaba agradable, le hacía recordar a su difunto marido, quien tuvo una muerte muy trágica: cayó desde el balcón de su casa una noche mientras fumaba. Enedina recordaba perfectamente esa noche, y nunca dejaba de lamentarse. Siempre pedía a sus hijos que no fumaran en casa, que lo hicieran en el trabajo o en la escuela, pero el vicio y necedad de los vástagos era mayor al deseo de la madre.

Mario aprovechaba las noches para fumar en el balcón de su casa, a esa hora su madre permanecía dormida mientras que Abel se ocupaba de sus tareas de la universidad.

Mario era el hijo mayor, trabajaba como guardia en una tienda de empeños, era alto y fornido, cosa que heredo de su padre. Solía recordarlo con resentimiento cuando fumaba o al observar la calle desde el balcón. Conservaba aquella noche fresca en la memoria, su padre había caído desde el balcón golpeando su cabeza contra la banqueta. Fue un terrible trauma para él, pero aún más grave para su madre y hermano. Él se obligó a ser fuerte y vio por su familia desde entonces; aunque le era difícil mirar abajo sin sentir escalofríos

Una noche, Mario fumaba como le era costumbre. Pasaban de las dos de la mañana y Doña Enedina fue a buscarlo al balcón. Le riñó con insistencia que se fuera a dormir. Mario procuró ignorarla, pero ella continuó advirtiéndole que tuviera cuidado con la Llorona, que no tardaba en salir por almas. 

—Esas son puras mentiras —respondió Mario molesto.

—Con esas cosas no se juega, Mario. —Enedina siguió hablando del fallecimiento de su esposo. El patriarca se había burlado de aquella existencia legendaria, fantasmagórica, y le pareció divertido esperar toda la noche por ella. El arribo ocurriría la misma noche en que murió.

A Mario le parecía muy molesto que Enedina uniera la muerte de su padre con una leyenda. Arrojó a la calle el cigarro y entró sin decir nada.

 

Al día siguiente, Mario fue a su trabajo como usualmente lo hacía. Durante su hora de comida, recibió a su hermano Abel, quien nunca lo visitaba. Abel parecía muy molesto.

Mi mamá te manda esto —dijo sin saludarlo y le arrojó una cajetilla de cigarros—, dice que los fumes aquí y no en la casa.

Luego de eso, Abel se fue. Aunque Mario lo hubiera querido así, tenía prohibido fumar en el trabajo, y mucho menos en el metro. Él sabía que su madre estaba protegiéndolo de algo absurdo, esa leyenda no era real, y tenía la intención de sacarle esa tonta idea de la cabeza.

Cuando Mario regresó a casa, cenó junto con su familia. Su madre nunca abordó el tema de los cigarros o el balcón, simplemente le pidió que se durmiera temprano, incluso se aseguró de que aquello ocurriera. Le dio su ropa de dormir, que consistía en un simple camisón de rayas que su padre había dejado, uno de muchos que pudo haber terminado lleno de sangre, o en la basura de algún hospital. Mario se fue a su habitación, pero en realidad no durmió. Permaneció sentado en su cama, esperando a que su madre apagara todas las luces y velas del altar de su padre. Enseguida, buscó la caja de cigarrillos y un encendedor. Alrededor de la 1:30 de la mañana salió al balcón.

Hacía una noche fresca. Mario encendió el primer cigarro y lo disfrutó como nunca.
Observaba la calle con mucha atención. La mayoría de las luces seguían encendidas. Miró al fondo y vio el puente. Prestó mucha atención, ya que se decía que ese era el camino habitual de la mujer. Se mantuvo por mucho tiempo en el lugar sin que sucediera nada, veía carros pasar, escuchaba música y bullicio en otras casas, pero nada ocurrió. Sentía el frió de la noche apropiarse de su cuerpo y mente. Un vago sentimiento sobre la muerte de su padre comenzó a aquejarlo. Descubrió que vestía de la misma forma que su padre aquel día, y tenía una caja de cigarros. Sólo le faltaba arrojarse por el balcón y que sus días terminaran en ese momento. Pero no lo hizo. Continuó observando. Terminaba un cigarro y lo arrojaba a la calle. Una y otra vez
.

Mario miró de reojo su reloj. Sus ojos estaban cansados. Comenzó a sentir la agonía por volver a la cama. Estaba a punto de hacerlo cuando sus ojos vieron en el puente a una mujer. Vestía de blanco, su andar era muy lento y sus pasos, cortos. Se tambaleaba de un lado a otro. Una bruma rodeaba su cuerpo, no parecía real. Ella lloraba. Mario podía escuchar su llanto, pero le era difícil creer que era ella en verdad. Mario agitó la cabeza y al ver que la mujer seguía allí salió corriendo hasta la habitación de su madre. Entró apresurado y la levantó de la cama. Le hablaba muy rápido y con nerviosismo, a la pobre madre adormilada le fue difícil saber qué decía su hijo, pero lo siguió hasta el balcón. Mario le señaló el puente, y ambos pudieron ver a la mujer. La madre sólo asintió y se cruzó de brazos, en cambio, Mario agitaba las manos señalando a la mujer.

—¡Es ella! ¡Es ella! —repetía.

—Ya viste que es cierto —pronunció la madre. Su voz de pronto se volvió muy suave y delicada—, no vuelvas a juzgar su existencia o puede llevarse tu alma, así como lo hizo con tu padre.

Mario y la señora Enedina observaron a la mujer hasta que se perdió entre las calles de la colonia. Momentos después, regresaron a dormir.

 

La mañana siguiente, Mario se sentó a la mesa para tomar su desayuno. Abel tenía el día libre, así que después del desayuno volvería a dormir. Mario se sentía agotado por lo poco que había dormido. Cuando recordó lo que vio la noche anterior, no dudó en contarle a su hermano.

—Ayer vi a la Llorona.

Abel se rascó la cabeza y le dio un sorbo al café.

—Mi mamá también la vio —continuó Mario.

Él no le creía, se recargó en la silla y se cruzó de brazos.

—Si no me crees pregúntale.

—¿Qué tanto hablan? —preguntó Doña Enedina desde la cocina.

—Lo que pasó en la noche, mamá.

Enedina fue al comedor y dejo dos platos con huevo y frijoles.

—¿Qué paso? —preguntó ella.

—Que te desperté y vimos a la Llorona, ¿te acuerdas?

—¿Cuál Llorona?

—En la madrugada, vimos a la Llorona desde el balcón.

Sin prestar atención, Abel se hizo dos tacos de frijoles.

—¡Estás loco! Yo no me levanté en la madrugada.

Mario iba a reírse, pero vio que su madre hablaba en serio.

—Entonces ¿Quién estaba conmigo?

—Pa’ mí que lo soñaste, —dijo Abel luego de pasarse el bocado.

—Lo soñaste Mario —repitió Doña Enedina.

Mario estaba muy confundido, por más que le pensó no sintió que hubiera sido un sueño, había sido muy real. Debía irse al trabajo. Ya no tuvo ganas de tomar su desayuno, así que se cambió y se lavó los dientes, y se fue al trabajo, muy desanimado. Cuando salió a la calle se encontró con las colillas de cigarro que había arrojado en la noche. Pudo contarlas. Eran las mismas que él había tirado. Permaneció allí, pensando en quién había sido la mujer que fue con él al balcón. Bien pudo recordar que recibió una advertencia, misma que recibió e ignoró su padre. Esa fue la razón de que muriera aquella noche.

En la boca del sapo

Escrito por Adip Juárez, 14 Nov.

Mi nacimiento fue muy raro. Recuerdo un líquido, mucho calor, presión y al final, frío. Me siento perdido, de aquí para allá, pero la primera vez que vi la luz, estaba en una bolsa, en un lugar no muy agradable, casi asfixiante. Al menos había muchos como yo.

Mi vida ha sido un caos. He viajado al centro mismo de una máquina expendedora de refrescos: me deslicé por sus entrañas y pasé por sus resortes, justo para car en una caja.

No todo era malo. Un día salí con el cambio de esa oscura máquina y llegué a manos de mi mejor amigo: Ramiro, un niño de siete años. Fuimos inseparables y ganamos muchas batallas. Fui su amuleto de la suerte.

Incluso, para tomar una decisión, me aventaba al aire y, según como salía, tomaba su determinación final: jugo de piña o arándano, columpios o resbaladilla.

Una tarde, todo cambió. Ramiro ya no jugaba conmigo. Se oían gritos en la casa, al parecer Romina, su mamá, había encontrado a Laureano con la chica del aseo.

Con una voz casi inaudible, como ruido de hojas cayendo, dije: “Ramiro despierta, escucho pasos”, pero nunca reaccionó. Se abrió la puerta de la habitación y se llevaron a Ramiro. Jamás lo volví a ver.

Sentí unas manos, vi los zapatos de Laureano salir de la negra habitación.

La humedad que sentí después fue insoportable, como estar acostado sobre un pedazo de gelatina. Junto a mí estaba la foto de Romina, olía a ajo e incienso.

Pasaron cinco años hasta que escuche una voz. Era ¡Ramiro! Era un joven. Levantó mi húmeda prisión.

—¡Joven, joven no toque eso! —gritó Marciano, el cuidador del panteón—. Es un trabajo, mire.

Tomó sus guantes y abrió la boca del horrible sapo. Me sacó junto con la foto de Romina.

Un fuego abrazador me cobijo, estaba en el infierno, rodeado de brasas. Al parecer, era la única forma de acabar con el trabajo.

Adiós, Ramiro.

Vacío

Escrito por Alinn Mejía, 21 Nov.

Eran pasadas las 10 de la noche. Camila caminaba de prisa, debía llegar cuanto antes a casa. Aquél, no había sido el mejor de sus días. Nunca dejaban de molestarla. Camila esto, Camila aquello. Estaba harta, pero hacía su mejor esfuerzo, en verdad necesitaba el trabajo. Ese horrible trabajo, pensaba Camila acelerando aún más su paso. ¿Por qué esto nunca termina?

El camino era el mismo de todos los días, lo sabía de memoria, creía incluso poder recorrerlo sin ver. ¿Qué cosas piensas Camila?

Dobló en la siguiente cuadra a la derecha. Ahora ya sólo tenía que caminar un par de cuadras más, tomar un camión, cruzar el puente y pasar por ese parque que tanto odiaba. No podía dejar de pensar en su cama, sólo quería llegar y recostarse en su cama. Todo parecía normal, aunque el camino se le había hecho de pronto inexplicablemente más largo que de costumbre. Iba ensimismada, de hecho, todos lo hacían. Todas las miradas siempre fijas perdidas caminaban con ella. El viento estaba muy frío, resoplaba y congelaba sus labios, entrecerrando los ojos seguía caminando. Debió haber sido por esto, quizá dobló en la cuadra siguiente, pero el camino ya no era el mismo. No se asustó pues conocía bien estos rumbos. Estaba muy oscuro. Debo seguir y doblar a la izquierda, pensó y con cada paso parecía que Camila se perdía entre espejos. Un sudor helado le recorrió el cuerpo y por primera vez sintió miedo.

Miedo no de saberse perdida, miedo al día de mañana, a lo que pasaría. Miedo de despertar y encontrarse de nuevo sola y rendida. Los pasos cada vez más tenues de Camila desparecían. Sin darse cuenta, ya no había nada a su alrededor, no había camino, no había personas, no había edificios. Sólo estaban ella y sus pensamientos. Un estrépito alarido se oyó a lo lejos. Su parsimonioso caminar se volvió frenético. Corrió, corrió como nunca lo había hecho. Camila tropezó, pero en seguida se levantó, alzó la mirada hacia el cielo y vio como una enorme sombra sobrevolaba su cuerpo. Una enorme sombra, con ojos sangrientos la miraba fijamente, penetraba su mirada en la de ella, sonriendo. Una sombra deforme que se perdía con el viento. Camila no sabía lo que estaba viendo, solo sentía la mirada punzante en su cuerpo, era como si todo el mal y toda la ira del mundo se concentraran en ese momento. ¿Quedarse o huir? Que diferencia haría. La vida es una constante lucha sin remordimientos. Camila sabía bien lo que pasaría. Lo supo desde aquel momento, lo supo al salir de su trabajo, lo supo al comenzar a caminar. Sabía que nunca llegaría a su casa. ¿Pero, cómo, por qué, cómo pudo saberlo?

Hay una constante en la vida. Camila debe saberlo. Al salir del trabajo, vio aquella sobra, la siguió todo el tiempo. ¿Por qué no hiciste nada Camila?

La noche era aun más densa, las nubes convulsionantes encierran secretos, criaturas extrañas toman la forma de nuestros peores miedos. Quieres huir, esconderte, pero ni siquiera puedes extinguirte. Camila dejó de luchar, la realidad es mucho más aplastante, pensó. Extendió sus brazos y se dejó tomar por aquella forma inhumana. Al fin no sintió miedo.

Una multitud obstinada rodeaba un cuerpo inerte, frío, y tranquilo. Camila observaba a lo lejos, sus ojos tristes y vacíos pudieron ver en ellos su propio reflejo.

La mujer más deseada

Escrito por Eva Astorga, 05 Dec.

Una habitación oscura y con pocos muebles: tenía apenas una cama y un escritorio no lo suficientemente grande para albergar todos los libros que, apretujados, se extendían por el piso a lo largo del cuarto. Allí, inmóvil en su lecho, se encontraba Santiago, un viejo cansado y melancólico en espera de la muerte. Había pasado demasiados años de su vida persiguiendo sus fantasías para darse a la tarea de formar una familia. Moriría solo en un pueblito de la costa, lo sabía y estaba conforme con ello. Cerró los ojos y co­menzó a repasar los momentos más importantes de su existencia.

Tendría unos 14 o 15 años —a esas alturas ya no importaba— cuando viajó a la playa con varios condiscípulos. Fue un premio que sus padres le dieron por ser uno de los alumnos más inteli­gentes de su escuela. Por primera vez probó la libertad y le pa­reció tan sublime, que decidió llevar la vida de un explorador, él habría de navegar los mares en busca de maravillas para revelar al mundo. Allí, tendido ante el mar, prometió no abandonar nunca la aventura.

Hacía calor, la boca se le secaba a Santiago mientras caía en un sopor agónico. La incomodidad lo obligó a abrir los ojos. Miró el reloj, qué tarde era. Creyó que perecer sería más rápido. Ni hablar, “las cosas que valen la pena llevan tiempo”, le dijo su padre una vez. Dejó caer los párpados con el firme propósito de ya no des pertar. El teléfono sonó. ¿Quién podría estar llamando a un viejo solitario a esas horas de la tarde? Decidió no responder, ya no tenía caso. El silencio comenzó a arrullarlo y se vio otra vez de 14 o 15 años, recostado sobre la arena aquel atardecer. El sonido estridente del aparato lo sobresaltó nuevamente. “No lo dejan a uno morirse a gusto, carajo”. Con muchos esfuerzos se levantó y fue hasta la sala. Resultó ser número equivocado. Echando pestes, se encaminó a la habitación dejando el teléfono descolgado. “Ahora sí, nada va a impedirme estirar la pata como Dios manda”. Sin embargo, decidió hacer una escala técnica, no fuera a ser que las ganas de orinar lo distrajeran de su misión. Habiendo resuelto ese asunto, se tendió de nuevo sobre la cama.

Toda una semana en la playa, la pura vida. Y lo mejor: sin super­visión adulta. Sería libre de beber y bailar cuanto quisiera, aunque olvidó el detalle de que no sabía bailar, además de que iba acompa­ñado por varones solamente, lo cual hacía complicado encontrar pa­reja. Encima de todo y pese a lo que Santiago quisiera creer de sí mis­mo, era en realidad un joven tímido, incapaz de iniciar conversación con alguna mujer. Una noche, mientras todos sus amigos se divertían alrededor de una fogata junto al mar, él fue alejándose poco a poco, caminando sin rumbo a lo largo de la costa. Cuando se dio cuenta, ya estaba muy lejos del grupo, y afligido por los efectos del alcohol, sintió unas incontenibles ganas de llorar. Se arrodilló sobre la arena y dejó caer copiosas lágrimas. De repente, una luz intensa penetró sus párpados. Abriendo los ojos con mucho trabajo, alcanzó a vis­lumbrar una mantarraya de oro que se aproximaba hacia él. Estaba rodeada por un aura luminosa, y al fondo se distinguía también una silueta semihumana montada sobre su lomo. Él miró consternado cómo el animal se acercaba a la orilla y pudo ver, ahora con claridad, a una sirena que extendía la mano para tocarlo, dejándolo sentir su piel dorada y fresca. La escena duró apenas un segundo y ambas criaturas se sumergieron en el agua, dejando la playa en penumbras. Cuando reaccionó, Santiago corrió adonde estaban sus amigos para contarles lo ocurrido, pero todos se burlaron de él. Creyeron que era una alucinación causada por la bebida y lo enviaron a dormir, pero el muchacho no pudo pegar el ojo en toda la noche.

Esforzándose por mantener los ojos cerrados, seguía escu­chando los tenues ruidos que había en la casa: el zumbido de una mosca, el crujir del colchón viejo bajo su cuerpo, las manecillas del reloj en su interminable ciclo, su propia respiración. En conjunto eran una melodía, una canción de cuna que lo ayudaba a dormir. Comenzó a ver escenas de su vida entrecortadas: los bocetos de la mujer-pez pegados en las paredes de su cuarto, las consultas con el psiquiatra, las rupturas con su primera, segunda, tercera y enésima novias, quienes consideraban su búsqueda una locura. Estos recuerdos se mezclaban con imágenes nuevas, inventadas. Tenían como fondo, desde hacía un rato, el sonido de agua en movimiento. Santiago creyó que no había subido bien la palanca del escusado. “No voy a levantarme”, pensó, imaginando el baño inundado, después, la sala. Se vio otra vez joven en el funeral de sus padres y luego mudándose a la costa, para iniciar sus investi­gaciones. Cuántas noches de luna malgastadas a la orilla del mar, persiguiendo algo que al parecer no existía. Se hizo más intenso el sonido del agua corriente, insoportable. Bloqueaba los ensueños con tanta dificultad conseguidos. Somnoliento, sin poder escuchar sus pasos, como entre nubes, el anciano salió de su dormitorio. Tal como había sospechado, ya el líquido se había esparcido por buena parte de la vivienda. Entró en el baño y allí vio —empapada, con su piel resplandeciente—, a la criatura que lo había hecho embarcarse en una búsqueda sin fin, la maravilla que había perseguido durante décadas. Ella extendió sus extremidades de mujer hacia él. Santiago la tomó de la mano y así comenzaron a recorrer juntos el profundo mar en que la casa se había transformado.

 

Die dümmste Geschichte, die niemals erzählt wurde

Escrito por Erasmo W. Neumann, 12 Dec.

“Soy un tarado: ¡aplasté un pescado!”[1]

Homer J. Simpson

 

Por aburrimiento, y quizá también por morbo, mi esposa y yo nos sentamos a ver una película titulada The Fanatic. Puesto que la protagonizaba John Travolta creímos que, cuando menos, sería tan mala que resultaría buena, pero al revelar los créditos de entrada que la dirigía Fred Durst sospechamos que sería un desastre. No nos equivocamos: fue tan aburrida y decadente que a menos de una hora de reproducción queríamos detenerla. Aguantamos, sin embargo, hasta el final, con cuantiosas pausas para señalar los sinsentidos de la narración. Más tarde descubrimos que figuraba en más de una lista del peor cine de 2019, y si bien poco podía esperarse de alguien que se proclamó cineasta de la noche a la mañana, coincidíamos en que la auténtica víctima de ese fiasco era Travolta, quien pese a sus mejores esfuerzos llevaba más de una década atrapado en una espiral catastrófica. Seguro que al leer el guión pensó que el papel era digno de un Oscar; que sería su Forrest Gump, su Trevor Reznik o una cosa así. Y quizá lo habría sido con alguien más competente al volante.

            Tan pronto llegamos a esa conclusión, sorprendí a mi esposa mirándome como hace cada que tiene una idea.

            —¿A la máquina del tiempo? —preguntó.

            —Sí —respondí y apuré el último trago de mi café—. A la máquina del tiempo.

            Fuimos a la cochera y echamos a andar el aparato. Ochenta y ocho millas por hora después estábamos en Los Ángeles de 1978, año en que Grease consolidó a Travolta como la estrella juvenil del momento. Sabíamos que por su obsesión con la cienciología no sería difícil acercarnos a él y convencerlo de que éramos visitantes de otra línea espacio-temporal.

            —Estamos aquí para evitar que estropees tu futuro —le habló mi mujer—, así que presta atención: en 1997 surgirá en Florida una banda de rock llamada Limp Bizkit...

            —¿Limp Bizkit? —interrumpió el actor—. ¡Suena como un panecillo rancio! ¿A quién carajo se le ocurrió eso?

            —¡Nada menos que al imbécil que destruirá tu carrera si no guardas silencio! Escucha: el cantante de ese conjunto, un cretino llamado Fred Durst, se convertirá en director de cine cuando su música pase de moda, y en exactamente cuarenta años te buscará para ofrecerte el papel principal en una película llamada The Fanatic.

            —¡Eh! No suena como un mal título...

            —¡Lo es, pedazo de alcornoque! Si participas en ella, ganarás tu tercer Razzie y ya nadie en Hollywood querrá trabajar contigo.

            —¿Razzie? ¿Qué es un Ra—?

            —¡Eso no importa! El punto es que si deseas permanecer en esta industria debes evitar al papanatas de Durst a toda costa.

            —¡Y quedarte con Tarantino! —añadí.

            —¡En efecto! —subrayó mi esposa—. Cuando un hombre llamado Quentin Tarantino llegue a salvar tu carrera en el 94, aceptarás todos y cada uno de los papeles que te ofrezca. ¡Todos!

            —Tarantino bueno; Durst malo —expliqué con un canturreo.

            Travolta tenía los ojos desorbitados por el miedo y la confusión.

            —Déjenme ver si entendí —recapituló—. Durst bueno; Tarantino ma—

            Mi esposa lo hizo callar con una bofetada y lo cogió por el cuello de la camisa.

            —¡No, tonto! —exclamó ella—. Tarantino bueno; Durst malo. ¡Repítelo!

            —¡Tarantino bueno; Durst malo! ¡Tarantino bueno; Durst malo! ¡Ya me quedó claro, lo juro!

            —¡Más te vale! Es tu vida la que está en juego.

            Dicho eso, lo abandonamos en el lote del estudio y regresamos al presente. Demoramos unos segundos solamente, pero muchas cosas cambiaron en la historia del entretenimiento mientras tanto. Y no precisamente para bien...

            Sucedió que Travolta se tomó nuestra visita tan en serio que, al colapsar su fama a principios de los 90, viajó a Florida para, cual Terminator, rastrear y eliminar a Frederick “Fred” Durst. Dos chicos inocentes murieron antes de que diera con el correcto. Encima, los mató con tal torpeza que la policía no tardó en culparlo y arrestarlo. Fue a prisión en medio de un vendaval mediático, después de todo, no todos los días una celebridad venida a menos se torna asesino en serie.

            Al escándalo siguió una avalancha de calamidades. En primer lugar, al no tener disponible a Travolta, Tarantino le ofreció el papel de Vincent Vega a Nicolas Cage. Su estrafalaria actuación hizo de Pulp Fiction un desastre crítico, y ello sepultó la reputación del director en la infamia. En segundo, el homicidio de alto perfil confirió a Fred Durst un estatus de mártir equiparable al de Kurt Cobain, situación que sus colegas aprovecharon para convertir a Limp Bizkit en el acto de metal más aclamado de la década. Por último, Travolta fue condenado a muerte por una corte del estado de Florida. Pasó siete años encerrado antes de que le aplicaran la inyección letal. Siempre sostuvo que dos viajeros en el tiempo lo incitaron a cometer el crimen. Incluso escribió un libro en el que describía nuestro encuentro a detalle. Nadie le creyó, por supuesto, y su recuento fue calificado por la prensa como “la historia más estúpida jamás contada”. Ése, precisamente, fue el título de la adaptación al cine realizada a una década de su ejecución, con un actor novato llamado Tommy Wiseau en el papel principal. Quiso el destino que la produjera y dirigiera el mismísimo Quentin Tarantino, cuya carrera fue revitalizada gracias el éxito de la cinta.

            Mi esposa y yo nos quedamos sin palabras al descubrir las consecuencias de nuestra intromisión temporal. El crononauta, sin embargo, aprende a tomarlas por algo inevitable, acaso normal, y, sin más, cada quien se entregó a sus actividades vespertinas.

            —Es una lástima —concluyó ella mientras amasaba—. Pero, a fin de cuentas, peores debacles ha ocasionado un almanaque deportivo, ¿no lo crees?

            —Sí —respondí tras la pantalla del ordenador—. Tienes razón... ¿Quieres ver una película?

            —Vale. ¿Por qué no pones esa sobre lo de Travolta? Muero por saber quién me interpretó...

 

A Angélica.

Gracias por las películas y las risas.

 

 


[1]I wish, I wish, I hadn’t killed that fish” en el original. The Simpsons. Del episodio “Time and Punishment”. Guión de Greg Daniels, Dan McGrath, David X. Cohen & Bob Kushell. 1991. Traducción de TV Azteca.

 

Chanel

Escrito por Adrián Ibelles, 19 Dec.

Supuso que habría de comprar otras medias al ver la larga rasgadura sobre el muslo derecho. Sintió la suavidad del material en las piernas; le gustaba la textura del nylon rozando sus manos. Se acomodó el brasier y el relleno, y luego alisó el vestido para cubrir la media. El rímel le daba protagonismo a sus ojos, así como el lipstick le devolvía volumen a su boca. Se roció el Chanel No 5 sobre el escote del vestido, donde el pecho lucía bronceado y firme. Bajó las escaleras procurando que sonara el taconeo, llamando la atención de la mujer vestida con sencillez, que ya esperaba en la mesa con las velas y el vino blanco servido en un par de copas de cristal que les habían regalado en la boda, y que guardaron hasta esta noche.

—Parece que ese labial se te ve mejor a ti —le dijo la mujer:
—Ni creas, sólo es porque tengo los labios más grandes que tú.
—¿Me vas a dejar que te arranque el vestido?
—Ya te vas a poner salvaje.
—Sé que eso te prende. Lo veo.
—El vestido no lo esconde todo el tiempo.

Como le prometió, le arrancó el vestido, las zapatillas y las medias, que quedaron desparramadas en el suelo. Él la recorrió con sus manos, encontrando la humedad entre sus piernas, desabrochó el bra de su esposa y el de él. Luego ella le besó el rosado pezón con sabor a perfume. Dejaron que la alfombra se cubriera con los vestidos de ambos, el sudor envuelto en el mismo perfume. Ella le fue quitando el maquillaje con sus besos, con las caricias que iban descubriendo al hombre del que se había enamorado. Por la mañana él guardó el vestido en el cajón del armario, y sacó el uniforme que usaban los lunes. En el refrigerador se había quedado el pastel con las cien velas —una por cada gol anotado—.

Al llegar al entrenamiento, sus compañeros notaron un dulce olor femenino.
—Alguien celebró ayer. —Le dijeron.
—Como sólo nos gusta a nosotros. —Añadió, con una sonrisa.

La epidemia

Escrito por Kobda Rocha, 26 Dec.

Este mundo tan repleto de codicia,
tan obeso de pecado y vanidad,
ha posado entre mis huesos la inmundicia,
ha vejado mis residuos de bondad.
Toda peste que aborrezco está en mi pecho,
los despojos del infierno en mis entrañas;
tan talado, tan molido, tan maltrecho,
vivo al filo de mentiras y pastrañas.
El abrigo del realismo está muy guango,
los vestidos de cordura están de moda;
al desnudo no soy más que broza y fango,
pero el mundo me censura y se acomoda.
Al mirarme, los insectos se acongojan;
a mi paso, hasta las ratas huyen lejos,
los humanos su desprecio vil me arrojan
y los perros se contraen en sus pellejos.
No vislumbro ni una pizca de ternura
en los ojos impiadosos de la gente.
Por las noches, busco a dios en la basura
pero al alba encuentro al diablo en mi inconsciente.
Mil abrojos cubren mi alma de zozobra,
vago triste por pantanos de dolor;
a los hombres mi existencia les estorba,
las mujeres no me brindan ni un amor.
Un puñado de inclementes maldiciones,
los escombros de una vida sin sentido,
soy las dudas, las afrentas y aflicciones;
sólo escucha mis plegarias el olvido.
Un cruel virus he forjado cual presagio,
infectado está mi cuerpo de blasfemia.
En mis versos dejo el riesgo de contagio:
propagar en cada mente la epidemia.

Viscosa

Escrito por Gabriela Cruz Valdéz, 09 Jan.

Por varias noches la misma pesadilla persiguió a Caty. Soñaba que se transformaba en un gusano gordo y viscoso. Luchaba por man­tenerse a salvo de un ave negra que entraba por la ventana de su habitación y que quería devorarla. A ella se le dificultaba arrastrarse hacia un lugar seguro y sentía que la vida se le iba.

Pronto el ave desistía, agitaba las alas tan fuerte que al salir por la ventana hacía retumbar el cristal. Caty volvía a su estado natural. Al amanecer, despertaba bañada en sudor, pegajosa. Sentía el pala­dar arenoso y percibía un olor agridulce en su ropa. Estaba tirada en algún rincón del cuarto y notablemente agitada. Corría al baño a vomitar un líquido entre verde y amarillo que dejaba sabor de ajenjo. Después entraba en la regadera y tallaba su cuerpo muchas veces hasta sentirse otra vez limpia.

En uno de esos sueños, el ave estuvo a punto de atraparla cerca del baño. Caty despertó más asustada. Esa mañana no hubo rito de limpieza. Después de vestirse, salió rápido de casa sin que su madre se diera cuenta. Su objetivo era llegar al parque donde se refugiaba después de ir a la escuela para no llegar a casa temprano. Ahí leía los libros que sacaba de la biblioteca y después escribía hasta encontrar valor para regresar al encierro.

Mientras se dirigía a su sitio seguro, vio que su madre se aproxi­maba, con la cara endurecida y a paso veloz. Caty sabía que estaba furiosa por salir sin avisarle. Le retumbaba en la cabeza el canto de cada día: “No tienes remedio, no tienes remedio”.

La joven relacionaba los remedios con las enfermedades: si ella no tenía lo primero entonces estaba irremediablemente enferma, pero aún no sabía de qué. Quizá realmente se convertía en una especie viscosa que terminaría aplastada o digerida por un ave. Era probable que su madre lo supiera y por eso sólo le permitía salir para ir a la escuela.

Desde que quedaron solas en casa, la madre de Caty se volvió malhumorada y le recordaba a su hija cuánto sacrificio le implicaba mantenerla cada vez que hacía una petición para la escuela o para ella misma. Si la llegaba a encontrar husmeando en el estudio que era de papá y al que nadie tenía derecho de entrar, el desenlace era una golpiza.

Mucho más si la encontraba leyendo libros de aventura o no­velas, y no los textos escolares y que estaba obligada a memorizar.

Caty esperó escondida mientras su madre se alejaba. Poco a poco, así con el aire que hacía volar algunas hojas caídas de los ár­boles, llegó la calma y desapareció el sobresalto, entonces se acercó a la banca de siempre, en donde encontró una revista abandonada. La tomó y echó un vistazo al contenido. A ella no le gustaba ese tipo de lectura porque contenía demasiada “realidad”, una pala­bra que odiaba por ser la favorita de mamá. Sin embargo, aquel montón de papel impreso llamó su atención, así que se acomodó dispuesta a burlarse un poco de lo que la “gente normal”, como decía su madre, hacía o decía.

Por la extraña enfermedad del “hombre-árbol”, médicos del Hospital Universitario de Daca atienden a Abial Bajan, quien des­de hace diez años comenzó a llenarse de verrugas que con los años crecieron hasta convertir sus extremidades en malformaciones semejantes a las ramas de un árbol...

Caty sintió que el viento arreciaba por un instante y se estre­meció. Se rascó los brazos y la cara. Luego le dio la impresión de que alguien la observaba con insistencia, pero no quiso levantar la mirada. Continuó su lectura y encontró otro caso:

Una niña de 11 años llamada Sohi Collen quien padece la enfermedad llamada epidermólisis bullosa (EB), es aquejada por el dolor intenso que le provoca este mal genético también conocido como piel de cristal, el cual hace que con el mínimo roce se rasgue la piel y le salgan ampollas gruesas y de una consistencia babosa que se van uniendo una con otra, lo cual también afecta su piel interna...

Como aquella mirada no la dejaba concentrarse totalmente en la lectura que ya le había provocado comezón también en las piernas, decidió levantarse para saber quién la veía con tanta ve­hemencia, quizá alguien que había mandado su madre con el pro­pósito de regresarla a casa.

Antes de dejar la revista a un lado, percibió un olor familiar, como al tabaco de su padre, a madera quemada y humedecida des­pués por la lluvia. Apenas vio de reojo su silueta recargada en el árbol, se le enchinó la piel. En un instante saltó de la banca, aventó la revista y quiso correr hacia él, pero su sorpresa fue mayor cuan­do vio que el cuerpo del sujeto se iba cubriendo de una corteza muy gruesa que se fusionaba con el árbol.

Cuando se acercó ya sólo estaba el enorme tronco. Frotó las palmas de sus manos en la corteza, como si en el mismo acto el árbol le devolviera a su padre. Una savia pegajosa de olor agridulce se impregnó en su piel. Caty escuchó un aleteo, entonces se abrazó.

 

Dedicado a las mujeres que cada día enfrentan una batalla intensa por la defensa de sus derechos, sus libertades, pasiones, ilusiones y sueños.

Por todas las que han luchado y por quienes continuamos en esa lucha para destruir estereotipos y estructuras que históricamente nos han mantenido atrapadas en una ideología que nos disminuye y margina sólo por el hecho de ser eso, mujeres.

14. Der goldene Hahn

Escrito por Erasmo W. Neumann, 16 Jan.

Lo vi venir calle abajo cuando abrí la cochera: un gallo de plumas áureas, cola sinople y cresta de gules. Caminaba por en medio del arrollo, majestuoso, cual si el mundo entero debiera agachar la cabeza a su paso. De súbito desvió el rumbo y, sin reparar en mí, cruzó el portón hasta mi jardín y se echó sobre el césped. Me lo quedé mirando; ¿de dónde salió ese animal y qué debía hacer con él? Tan magnífica ave seguro tenía dueño, ¿mas cómo averiguarlo? Al diferencia de canes y felinos, los gallos no llevan collares y placas que nos digan a quién llamar en caso de extravío, y llevarlo al refugio de animales era condenarlo al asador. Supuse que podía conservarlo un tiempo y le conseguí un poco de alimento, que comió impasible mientras yo atendía mis deberes. Por la tarde le confeccioné con madera y cartón una pequeña casa que de inmediato reclamó. Lo nombré Pánfilo porque tenía cara de llamarse así. Pensé al contemplarlo echado que durante años evité las mascotas porque a duras penas podía cuidar de mí mismo y, de repente, había un gallo dorado en mi vida. No en balde afirma el proverbio que animal y mortaja del cielo bajan, ¿cierto?

            Al día siguiente me despertó, muy temprano, su canto. Asomé al jardín y lo vi fuera de su casa. Algo en su actitud me decía que buscaba problemas. No tardó en encontrarlos: se dirigió a la verja que dividía mi propiedad de la del vecino y de inmediato sus perros, dos fornidos rottweilers, corrieron a ladrarle. Me apresuré a rescatarlo, mas me detuve al observar que, antes que huir de los canes, se acercó para provocarlos otro poco; tan cierto estaba de que no podrían alcanzarlo. Lo cogí de cualquier manera y lo metí a su casa, mas en cuanto di la vuelta él ya iba de nuevo al límite de las viviendas. Fue entonces que el vecino telefoneó para preguntarme qué tenía tan inquietos a sus animales. Fingí demencia.

            —¿Qué acaso no oyes ladrar los perros? —me increpó.

            Al final confesé y prometí que, en adelante, el gallo no causaría más alborotos. Esto probó ser tarea imposible, pues cuantos obstáculos le pusiera, Pánfilo se las apañaba para desquiciar a los rottweilers a todas horas. No conforme, llenó mi césped de agujeros y estropeó casi todas las plantas, y como osara reprenderlo me miraba con felina superioridad. Era imperativo controlarlo, ¿mas qué apartaría su mentecita del conflicto y la destrucción?

            Lo primero que se me ocurrió fue el sexo, así que colgué una fotografía suya en un sitio de agricultores y ganaderos. “Galán busca novia”, escribí, declaración más efectiva que risible; pronto un granjero de Santa Matilde me contactó para que lo llevara a cruzar con sus gallinas. Fuimos hasta allá, pues. El hombre ya le tenía reservada una hembra. Los metimos al corral y mi gallo no vaciló: se abalanzó sobre ella, la sometió por la nuca y la montó, feroz.

            —¡Jesús, María y José! —se carcajeó el granjero—. ¡El chico no pierde el tiempo!

            Consumado el acto, los dos se acomodaron, satisfechos, en un rincón, y Pánfilo cacareó victorioso mientras la gallina se acurrucaba en sus plumas. Por un momento creí que sacaría un cigarrillo. El granjero pagó y me pidió que le llevara a Pánfilo con regularidad. Al coger los billetes me sentí como un proxeneta.

            Repetimos la faena varias veces. El gallo dividió y conquistó sin falta. En una de nuestras visitas el granjero no se encontraba en casa y nos recibió su hija, una chica ceñuda pero bien formada. Mientras Pánfilo hacía lo suyo, ella me guiñó un ojo y se sacó el botón superior de la blusa. No terminó con el segundo cuando ya nos besábamos sobre un montón de paja. Se subió la falda, me bajé el pantalón y, al tiempo que mi plumífero socio cantaba su orgasmo, ella gimió extasiada.

            —Trae al gallo el miércoles —me dijo al despedirnos—. Mi padre se irá a la central de abastos. Podremos divertirnos todo el día.

            Era un hecho.

Camino a casa, Pánfilo y yo nos miramos con complicidad. Cuando llegamos, me encontraba de tan buen humor que le permití molestar a los canes del vecino. Sin embargo, al cabo de un rato me inquietó no escuchar un solo ladrido. Salí y vi al gallo frente a la verja como era su costumbre pero, del otro lado, los rottweilers estaban echados de lo más tranquilos. Incluso sacudían la cola.

            “Se habrán habituado”, pensé, y me fui a la cama.

            Al día siguiente me despertó, muy temprano, un alboroto: asomé al jardín y vi a los perros correr tras el desdichado Pánfilo. En vano intenté rescatarlo; uno de ellos lo atrapó por el pescuezo y sacudió el hocico hasta desnucarlo. El gallo apenas agitó las alas antes de caer muerto. Aniquilada el ave, los cánidos regresaron a su casa, mansos, por un túnel que cavaron por debajo de la verja. La tarde anterior no se movieron de su lugar para ocultar el agujero.

            Contemplé, triste, a mi gallo de oro y lo sepulté. Cuando relaté lo ocurrido al vecino, fue su turno de fingir demencia.

            —Yo ni siquiera oí ladrar los perros.

            Me reservé cualquier comentario; discutir no traería de vuelta a Pánfilo.

            El miércoles llamé a la hija del granjero. Le expliqué la situación y propuse visitarla de cualquier manera. Guardó silencio un momento antes de responder.

            —No. Si ya no tienes al gallo mejor no.

            Colgó. Y con ello la aventura llegó a su fin.

A mi hermano

Una vez que

Escrito por Juan Maíllo, 27 Feb.

Una vez que abril visitaba a Horcajo, todo cambiaba. El frio volvía a la sierra del Gavilán llevándose la artrosis y las caras de sus ancianos se sonrosaban. Por las mañanas, ya no había capa de hielo sobre el parque, los arroyos del Rubial y de la Chorrera también dejaban de congelarse y los niños al terminar el colegio comenzaban a rodearlos con sus juegos. Los niños que no tardarían en ser jóvenes y labrar sus huertos, llenos de frutos y sus campos repletos de olivos. Los ciervos y los jabalíes no tenían por qué bajar a la caudalosa fuente de la blanca plaza del ayuntamiento y empezaban a oírse los primeros gorriones implorando comida y las golondrinas y vencejos regresando de África. Vecinas, como Manuela o Antonia, se sentaban por la tarde en la puerta de casa hasta que la noche hacía acto de presencia. Hablaban de su juventud y del pueblo que apenas rozaba los siete mil habitantes.

El pasado importaba, pero no tanto como el presente o el futuro. Los rebaños cabríos en las dehesas. Las empedradas calles concurridas. Las sonrisas y la alegría de todos los Horcajeños o la ermita de Nuestra Señora de Guadalupe, siempre con visitantes contentos.

Pero un día ocurrió lo que nadie esperaba. Abril dejó de acercarse, dorado y cálido, y comenzó a llegar negro y gélido. La artrosis se quedó para siempre, entumeciendo a los ancianos y emblanqueciendo sus caras. Los jóvenes ya no querían labrar sus tranquilos campos y huertos, sino que empezaron a emigrar a la ruidosa urbe. Los niños dejaron de rodear los arroyos del Rubial o la Chorrera. Manuela y Antonia ya no se sentaban en la puerta de sus casas. El cementerio poco a poco se llenó de féretros y ni los ciervos ni los jabalíes bajaban a la fuente en invierno.

Horcajo se fue ennegreciendo hasta adentrarse en la noche y llegará un día en que ni yo me acuerde de él.